Gélido

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Indalecio salió al balcón. No sabía si ponerse el abrigo de plumas o la cazadora más ligera que su madre le había regalado por Navidad. Su madre. Cuánto la echaría de menos.

¡Qué baja estaba la barandilla del balcón ese día! Daban ganas de tirarse. Cuando quiso darse cuenta, su pierna derecha ya asomaba por encima de la barandilla. Ahora la izquierda. Ya está. Bueno. No. Estaba de espaldas a la calle, ¿qué clase de suicidio era ese? En las películas todos los suicidas salen mirando hacia la calle, amenazando al bombero o policía de turno con tirarse en cualquier momento, pero viendo en todo momento lo que tienen por delante. Él no. Solo veía el aparato de aire acondicionado y un geranio que, como de costumbre, había olvidado regar. Pero él podía tirarse como quisiera, ¡faltaría más! Al fin y al cabo era su suicidio. Tampoco a nadie le dicen cómo debe nacer, simplemente ocurre.

Indalecio se agarró bien de la barandilla y flexionó sus rodillas como hacen los nadadores olímpicos antes de saltar a la piscina. Pero abajo, en la calle, no había tres metros de agua sino unos veinte coches dispuestos en batería que, a la fuerza, amortiguarían su caída. Por lo menos no caería directo al suelo. Algo es algo. Y se soltó. ¡Qué rápido descendía! En las películas no caían tan rápido. Tampoco se tiraban de espaldas.

El quinto de doña Paquita, en el que tantas tardes había pasado con Carlos después del colegio; el cuarto, en el que ya solo quedaban un taciturno Mariano y sus deprimidos dos hijos tras la muerte de Marisa, su fiel esposa y madre; el tercero que doña Isabel estaba intentando alquilar, sin éxito; el segundo de Asunción y José María −¡Gracias, Asun, por aquellos bocadillos de nocilla en las tardes de verano!−,y el primero, en el que no había vivido nadie desde que tenía uso de razón.

¡Qué cerca estaba ya del suelo! Tres, dos, uno.

Y se detuvo en seco. A escasos 10 centímetros del Seat Ibiza sobre el que, teóricamente, debería haber aterrizado. Se paró. Flotando en el aire.

Justo cuando se dio la vuelta para ver qué era lo que le había hecho detenerse en un momento tan decisivo como aquel, se cayó de la cama. Eran las siete menos cuarto y su madre, desde la cocina, le decía que se diera prisa si no quería perder el autobús. “¡Y ponte el abrigo de plumas, que fuera hace un frío de morirse!”


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