La misma tinta

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En una mano aún sostenía la carta abierta, recibida esa misma mañana, mientras sus ojos vagaban por la habitación, como si buscasen las palabras que en ese momento necesitaba encontrar. Guardaba muchas de esas cartas cerca de la cabecera de su cama, para poder releerlas pasados los días, cerrando los ojos en las frases que su memoria guardaba celosamente. Su habitación reflejaba el cuidado que ponía en la redacción de sus cartas. A pesar de tener una habitación pequeña conseguía liberar el suficiente espacio para reproducir un ambiente agradable y cálido. Los días pasaban como si fuesen una copia de los anteriores y ella sentía un frío indefinido que recorría su cuerpo.

Diciembre fue un mes dominado por la monotonía, dando la sensación de que se movía en un sueño del que no terminaría despertando. En qué momento había perdido el contacto con la realidad, qué aspectos de su propia historia habían pasado desapercibidos como pisadas en un espacio inmenso. Las palabras de la carta venían a ella y se resistía a aceptar que la realidad era todo lo que ahora se presentaba claramente en su pensamiento.

Esa misma noche, después de adelantar todos los asuntos que tenía pendientes, se entregó en cuerpo y alma a escribir la última carta. Le temblaba el pulso mientras el peso de aquellas caricias hacían de esa tarea algo que rozaba lo imposible. Descubrió que detrás del trazado de una vocal podía encontrarse un jardín oculto, donde los protagonistas se entregaron a olvidar el tiempo para entrar en la eternidad. Del mismo modo, escribir un nombre podía causar un dolor sordo en el centro de su ser, para borrar con las lágrimas la tinta de su desolación.

No pudo terminar la segunda línea. En el reloj de pared, situado en el pasillo,  el paso de los segundos parecían  medir la distancia entre el recuerdo y el olvido. Ya nada podía ahogar el paso del tiempo. Apagó la luz con la que iluminaba el tablero del escritorio, quedando la carta en suspenso como su mirada. Desde su ventana pudo observar una ciudad dormida, sólo sus luces daban testimonio de la agitación de esas vidas durante el día y pasadas unas horas se rompería ese hechizo nocturno.

La primera luz de la mañana la despertó, dejando atrás un sueño reparador, había caído rendida después de un último intento por acabar aquella carta. La soledad se resistía a ser relatada una vez más y faltaban sus ojos una vez más para dar sentido a una pérdida ya insostenible. Mirar el cielo azul para buscar una sensación recorrida con anterioridad y  poder sentir su melodía más acá de la eternidad.

El paso de los años había erosionado los esfuerzos de una sola voz por rescatar una y mil veces su historia de los tentáculos del tiempo y salvar la pasión de los dos de lo impersonal del olvido. Cansada, sus manos buscaban la pluma para morir en su tinta la melancolía contenida, las despedidas que su imaginación creaba a este lado del papel.

Se acercó al baño y se miró en el espejo pensativa entendiendo que había llegado el momento de dejarlo ir, de soltar esa mano que había leído su corazón para reconstruir una vida por hacer y poder seguir el camino de los días.

Cuando él falleció ella no supo encontrar una forma de seguir sola con su recuerdo, resguardándose en un mundo donde siempre estaría él. La misma tinta para no decir adiós. Las noches eran demasiado largas y los días fríos. Tan cercanos. Y ahora el resto del mundo. Volvería a caminar.


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