La grulla de papel (cap III)

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III

 

Una muchacha. Una hermosa muchacha. Una estúpida y hermosa muchacha. La primera vez que te vi presentí que jamás seríamos más que amigos. ¿Con qué objeto te mudaste junto a mí?, ¿lo hiciste para que un día te confiese lo que siento y me arranques el alma y así puedas dirigirme con ella mientras la sostienes en tus delicadas manos? Un monstruo social como yo no podría pretender más que tu amistad, si es que ello no es ya pedir demasiado.

 

Un monstruo para la sociedad, eso soy. Yo no soy como aquellos que forman parte de una familia tipo: Padre, madre e hijos; personas que viven juntos en un hogar dulce hogar en el que celebran las fiestas sentados alrededor de una gran mesa. Las hay rectangulares, para marcar quiénes son los jefes de una familia conservadora, y las hay redondas, para familias más democráticas. Mi mesa es cuadrada y pequeña; vendí la mesa familiar de mis padres. No la necesitaba, verla me hacía sentir aún más solo y desdichado. Junto a mi mesa solo tengo una silla; una es suficiente.


Yo soy como todos aquellos que no son miembros de una de esas glamorosas familias; como todo aquel personaje que jamás podría aparecer en una publicidad de mayonesa. Soy uno de los otros, del complemento. Soy uno de los que no somos. Los que sí son me señalan con el dedo, pero cuando volteo veo que todos continúan con sus malditos asuntos, esperando a que deje de mirar para seguir riendo a mis espaldas.


Homosexuales, solterones, prostitutas y transformistas; nuestro estilo de vida alternativo es juzgado como anormal, abominable y obsceno. Nos ponen en la misma bolsa que a los criminales más sádicos, más allá de que lo que hagamos sea o no ilegal, más allá de que les causemos o no daños a los demás.


La verdad es que ellos nos necesitan, para compararse con nuestra infamia y así poder reconocer lo perfectos y felices que son.


La grulla sabía todo esto y mucho más; lo sabía todo. Ella conocía todos mis secretos, aunque solo me observaba en silencio. Sus expresivos ojos eran un símbolo de la manera en que mi persona era criticada y discriminada día a día. Pero a ella no le interesaba lo que pudiera decir de la gente, solo juzgaba al monstruo en el que me convertí.


–¿Qué ocurre? ¿Qué estás diciendo? ¡Está bien!, ¡lo admito!, tal vez me autodiscrimine, pero no soy el único que piensa así. Ellos también marcan la diferencia. Ellos, el común de la gente, aquellos que temen que mis costumbres pongan en riesgo sus perfectas vidas. Temen que contamine a sus niños, temen que les robe un poco de su felicidad tan inalcanzable para mí. Por eso prefieren condenarme, dejando a mi disposición un solo accionar posible: Cerrar la puerta del closet conmigo adentro y autoflagelarme hasta convertirme en una sombra. Ellos solo pueden ver en mí un ser sin alma, un alma perdida, una pérdida del ser.


La grulla se mofaba de mis pensamientos.


–¿Vos también me ves así, como un monstruo social? ¿Eso es todo lo que soy acaso? –le pregunté–, ¿un animal despreciable?, ¿un deshonroso error indigno de considerarse miembro del género humano?


Me di vuelta y justo cuando estaba por salir de la habitación la escuché responder, en tono grave y ronco, un casi imperceptible “Sí”.


Harto de su actitud la tomé de sus emplumadas alas y prendí la hornalla. Fuego quema papel, reacción química básica.


Estaba dispuesto a realizar una modificación irreversible en su estructura molecular y destruir para siempre su sádico rostro, pero ella me miraba impasible, sabía que carecía del valor para exterminarla. Era innegable que volvería a fracasar en mis intentos.


–¡No tenés poder sobre mí! –le grité–, ¡si alguna vez lo tuviste fue porque yo te lo di y de la misma manera puedo quitártelo!


Puse el fuego al máximo, la sujeté firmemente y la acerqué a él.


Un olor a carne chamuscada conducía directamente desde el lugar del hecho hasta el baño, en donde me encontraba con la mano bajo la canilla, viendo la espiral de agua que poco a poco iba llevando pequeños trozos de piel que se desprendían de mis dedos en carne viva. No sé si al momento de quemarla moví la otra mano o si fue la grulla quien provocó que mi mano derecha permaneciera varios segundos sobre el fuego.


Fui en busca de una venda y algo para curar mis heridas. El aspecto de mi mano era espantoso y el dolor insoportable, y mis heridas daban la sensación de que si hacía presión sobre ellas explotarían mis dedos. Me descompensé y tiré todo lo que estaba en el botiquín al suelo.

 

Mis gritos se habían escuchado en todo el edificio y era de esperar que alguien tocara a la puerta; vi por la mirilla, era mi vecina Clara.


No era ese precisamente el mejor momento para tener otro encuentro con ella. Habíamos tenido una larga charla la vez que tuve el “accidente” con la tijera y habría preferido que no viniera a mi casa en otro momento tan bochornoso. Habíamos pasado un rato agradable ese primer día, o tal vez yo fui el único que disfrutó el encuentro.


–Soy Clara –dijo mi bella vecina desde el otro lado de la puerta– ¿Pasó algo? ¿Estás bien?

 

 

...

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