Pianissimo (IV)

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No hacía falta ser Freud o Jung para encontrar una explicación plausible al sueño: culpabilidad por la muerte de su hermana, o bien cierto sentimiento de abandono. Como contable de una gran empresa, contaba con un buen salario, y como único heredero de su familia, podía presumir no sólo de gran seguridad económica, sino también de un más que aceptable poder adquisitivo. Había recurrido a muchos psicólogos y psiquiatras de pago y todos le decían lo mismo: que no había superado la muerte de Lucía.

Sin embargo, no era eso lo que fascinaba y enloquecía a Eduardo: llevaba una vida estructurada y cómoda y, al menos en su parte consciente, el recuerdo de la muerte de su hermana no lo atormentaba sobremanera. Lo que fascinaba a Eduardo –y esto no se lo había comentado a ningún psicólogo- era la sensación onírica que permanecía en su mente cuando despertaba del sueño-pesadilla.

Analizando racionalmente la situación, una buena manera de expiar demonios internos habría sido comenzar a aprender a tocar, a dar clases en alguna academia de música, y bien aprender por él mismo de forma autodidacta.

Pero no lo hacía porque, como bien se ha descrito antes, Eduardo no tenía ni había tenido nunca ningún interés especial por la música, y mucho menos por la música clásica. Únicamente en el sueño era capaz de apreciarla, de comprenderla e incluso de ejecutarla sentado al piano de un enorme auditorio vacío, con su hermana observando y escuchando a su espalda.

Aún levemente tambaleante, pero ya completamente despabilado, desanduvo los pasos que le habían llevado al fatídico desenlace de su enésimo experimento irracional. Cuando entró finalmente en la habitación, espaciosa y levemente maloliente por residuos gaseosos de sudor evaporado y polvo, se echó en la gran cama de dos cuerpos y trató de volver a conciliar el sueño, ya plenamente consciente de que no era músico, sino contable (una profesión que, por cierto, le satisfacía plenamente a pesar de su mala fama de profesión grisácea).

Ya olvidado, una noche más, el sueño, Eduardo se durmió.

____________

 

 

Tres noches después, volvíó a soñar. Esta vez no era la Tocata e fuga, sino el tercer movimiento de la Appassionata de Beethoven. Esa era la única parte variable del sueño: la pieza que ejecutaba su hermana y que después él mismo debía tocar. Unas veces era alguna pieza de Bach, otras algo de Beethoven, otras veces algún nocturno de Chopin. El resto era igual: un auditorio lleno supuestamente de personas, de gente, sólo relleno, sólo fondo. Y, cuando despertaba, sentirse músico, la música bullendo en su mente y atormentando su espíritu. Total comprensión de las leyes casi matemáticas de la música en su teoría, y el libre albedrío de las manos en la práctica. En eso consistía la arquitectura mental de su sueño, pero, ¿conseguiría alguna noche transmitir ese duende, ese demonio, a sus manos? En el sueño podía, instado por su hermana, hermosa adolescente de dieciséis años (la edad a la que murió) de pelo liso y rubio intenso, vivo, color amarillo como la yema de un huevo, aunque sin ese matiz anaranjado. Él en el sueño tenía doce (la edad que tenía el fatídico día que su hermana murió), delgado, moreno y de nariz levemente aguileña.

La frenética carrera de Eduardo hacia el piano del salón era siempre parecida. Y cuando se sentaba finalmente al piano, la sensación del sueño ha desaparecido y ya sabe que no puede tocar, que todo aquello que creía tener, que realmente tenía en el sueño, no era más que eso: un sueño. Eduardo había tejido, por algún conocido (¿sentimiento de culpa?) o desconocido motivo la irracional hipótesis de que el duende interno de la música no desaparecía con precisión matemática justo cuando se sentaba frente al piano, sino que duraba un tiempo, una cantidad indeterminada de tiempo (¿tal vez una minuto, cincuenta segundos?) en la que sí podía realmente tocar y si se daba suficiente prisa en llegar al piano antes de que ese duende, demonio o demiurgo interno que dotaba a Eduardo de sus habilidades oníricas para la música desapareciera, podría ejecutar a Schubert o Mozart no sólo en el mundo del sueño, sino despierto, en el mundo real, al menos durante unos segundos

Pero al parecer, nunca daba tiempo a llegar antes de que esas habilidades que habitaban en su cerebro pudieran ser puestas a prueba, la comprobación empírica nunca se llevaba a cabo porque, cuando recién despierto en su cama aún estaba fresco el recuerdo del sueño, cuando llegaba al piano ese recuerdo se había diluido, hundido bajo el enorme océano de la plena consciencia.

Eduardo era plenamente consciente de lo irracional de la idea: no se podía tocar el piano sin antes haber aprendido a hacerlo. Intentar manifestar una idea abstracta e irracional, tal vez un deseo platónico, en el mundo material era casi un oxímoron existencial. Una contradicción que podría fascinar a un filósofo, una obsesión que preocuparía a un psicólogo o un chorrada que haría carcajear a una gañán. Soñar que vuelas no significa que realmente puedas volar. Sin embargo, aunque desde el punto de vista puramente visual el sueño de Eduardo no pasaría de eso, de un simple sueño, la sensación que a este le producía, era tan vívida, tan real,  que incluso cuando despertaba pensaba que le era posible tocar con la más sublime pericia, aún sin haber tocado nunca.

Finalmente sentado frente al piano, el teclado casi bajo sus narices, descubre nuevamente lo que ya sabía: que es incapaz de tocar. Aporreó el piano con los dedos abiertos y rígidos como garras. Como respuesta, una horrísona reverberación disonante que sacudió la penumbra en la que se hallaba sentado.

Se levantó del piano y, derrotado, encorvado y soñoliento, volvió a la cama.


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