Pianissimo (VII)

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Enviado el , clasificado en Terror / miedo
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-Contesta. ¿Por qué tocar no te ha hecho sentir mejor?

-No lo sé.

-No sabes por qué, pero sí sabes que tocar no te hace feliz. ¿Verdad?

Era verdad. Era la primera vez en su vida que había tocado el piano, una meta que había perseguido durante diez años – justo diez años después de la muerte de su hermana-, pero de una manera delirante. Perseguía la meta de tocar pero no recibiendo clases y practicando, sino intentando hacer realidad una absurda hipótesis sobre la ambigüedad existente en el límite indefinido que separa la consciencia de la inconsciencia, el mundo de los sueños y el mundo de los objetos materiales. Y lo había conseguido, increíblemente. Algo ya de por sí extraordinario, y a continuación algo aún más improbable, más imposible: hablar con su hermana muerta, o con lo que quedaba de ella. Tal vez había perdido la razón. Tal vez estaba finalmente loco. Tal vez, hablando en plata, había perdido la chaveta.

-En el sueño sí me hacía feliz tocar.

-Pero los sueños no son más que pensamientos y residuos mentales de recuerdos y vivencias, ¿verdad? Deseos, anhelos, frustraciones – la voz de Lucía era espantosa, sonaba por un lado ronca y mohosa, pero acompañada de un leve burbujeo; carecía de mandíbula inferior, por lo que a su voz no la acompañaba ningún movimiento de boca- Ahora estás despierto, y eso es lo que cuenta: tocar no te ha hecho sentir mejor.

¡Pero si tú no hubieras aparecido…!, pensó Eduardo. Porque antes de la aparición sí le estaba sentando bien tocar, una experiencia nueva, gratificante.

El cadáver, prácticamente un esqueleto, se acercó más. Ahora el olor polvoriento a moho era más intenso, acompañado del acre olor a tendones podridos.

-Sé lo que estás pensando –dijo el cadáver de una niña de dieciséis años-. Pero te equivocas. No ha sido mi aparición lo que te ha perturbado. Tú mismo te estás perturbando. Tú sólo. Tú y esa obsesión con el piano. Una obsesión que intentas maquillar con el disfraz de que es, o era, un divertimento. Un divertimento que finalmente se te fue de las manos. Un experimento en el que tú mismo haces de cobaya: jugando con el límite entre el mundo de los sueños, en donde todo es posible, y lo que llamas el mundo real, donde estás sujeto a las leyes de la física, y, como consecuencia de ello, tu cerebro a las leyes de la neurología, cosa que limita tu cuerpo. Querías romper esas leyes, y parece que lo conseguiste. ¿Y para qué?

-Para qué, ¿qué?

-¿Para qué todo eso?

-No lo sé.

Eduardo no estaba demasiado seguro de lo que había detrás de la larga cabellera. Probablemente, una calavera. De lo único que podía estar seguro era de que carecía de mandíbula inferior.

-Simplifiquemos. ¿Para qué tocar el piano? ¿Tiene sentido para ti?

-Antes lo tenía.

-¿Y ahora? ¿Tiene sentido?

-No lo sé. Sólo sé que tocar me ha hecho mucho daño. No sé por qué, pero no quiero volver a tocar nunca más.

-¡Ahora ya sabes cómo me sentía yo! –tronó el cadáver-fantasma de Lucía.

Esas palabras dejaron aturdido a Eduardo. No imaginaba que a Lucía se le hubiese pasado jamás por la cabeza la idea de dejar el piano.

-¿Querías dejar de tocar?

No obtuvo respuesta. Sólo el cadáver, el esqueleto, inmóvil, con la larga cabellera cubriéndole casi todo el rostro.

-¿Por qué no lo dejaste?

-¿Dejarlo? –el cadáver rió con carcajadas roncas-. ¿La niña bonita del piano? ¿La que ejecutaba nocturnos de Chopin con los ojos cerrados? ¿La que hacía que se les cayera la baba a tíos, padres y abuelos?

-Demasiada presión –asintió Eduardo-. Y por eso te suicidaste.

-Por eso y más cosas que no sabes.

El cadáver, la figura espectral, avanzó otro paso. Ahora estaba a un metro de Eduardo.

-¡Por eso te suicidaste! –chilló Eduardo. Brotaron lágrimas de sus ojos-. Eso fue profundamente egoísta por tu parte.

-Levántate.

Eduardo abandonó el sillín del piano con lentitud. Miedo. Miedo a lo que iba a venir. Pero, ¿qué iba a suceder ahora? ¿Iba su hermana a castigarle por haberle llamado egoísta? ¿De la misma manera que de pequeños lo castigaba cada vez que estaba a su cargo, cuando sus padres no estaban en casa?

Ahora se encontraban ambos frente a frente. Su hermana fue alta, y su coronilla llegaba hasta la mitad de la frente de Eduardo (Eduardo medía un metro ochenta y dos). Calculó que los ojos de su hermana estaban a la altura de su boca.

-Mírame.

Dos manos que eran únicamente falanges desnudas apartaron el pelo que cubría el rostro, dejándolo finalmente desnudo.

Dicen que los ojos son la ventana al alma.

Eduardo gritó.


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