EL ABUELO Y MISTER STANDISH.

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                                                EL ABUELO Y PETER STANDISH

 

Cuando llegué a la estación del pueblo, la emoción provocó en mi garganta un nudo cercano al llanto. De pronto, se presentaron ante mí los fantasmas del pasado de aquellas personas entrañables de las que mi madre tanto me hablaba. Allí estaban en forma nebulosa mis abuelos; comienzo a evocar aquel verano, el único que pasé con ellos siendo aún niño; eran ya ancianos. Se pasaban todo el tiempo pendientes de mí; querían que me llevara un buen recuerdo de mi estancia en aquella casona señorial con un precioso jardín trasero repleto de gigantescas palmeras, situada en el centro de la plaza que llevaba el nombre de un conocido aristócrata de finales del siglo XIX. Mi abuelo, se afanaba en enseñarme sus vivencias de juventud en el pueblo, así como en su amada Argentina, la que un lejanísimo día le acogió y le dio fortuna, y en transmitirme su legado intelectual que no era escaso; tenía guardados varios manuscritos sobre historias criollas y alguna que otra composición poética, siempre de inspiración marinera. La abuela, no hacía nada; permanecía sentada mirándome y sonriendo. ¡Qué recuerdo tan grato...!
Ahora, treinta y cuatro años después, me encuentro otra vez frente a la puerta de la casa donde pasé aquel inolvidable verano junto a mis abuelos de los que, tristemente, ya no recuerdo sus rostros, aunque sí su aspecto entrañable de matrimonio bien avenido. La casa y la plaza siguen igual; parece como si el tiempo se hubiera detenido en aquel magnético marco rural donde la paz parece ser la verdadera dueña de la agradable mansión clausurada desde 1.980. 
Rebusco en mis bolsillos para dar con la llave que mi madre me entregó, que debe abrir la pesada puerta marrón, raída ya por el paso de los años. La ansiedad por entrar azara mi mano hasta el extremo de no atinar a incrustar la llave en el agujero de la cerradura. Aspiro y espiro con fuerza hasta tres veces y, por fin, tres vueltas hacia la derecha y el portón de madera de cedro africano cede lentamente hacia dentro, invitándome con su chirrido a dar un nostálgico paseo a través del pasado.
La puerta de la cancela interior de azulejo árabe me introdujo en el salón central. ¡¡Dios mío!!-exclamé-; todo está igual, incluso el olor a aceite para conservar la madera de los muebles penetra hondamente en mis sentidos. Al fondo está la puerta del despacho de mi abuelo; parece como si él mismo me haya empujado a penetrar en el majestuoso habitáculo de trabajo presidido por dos grandes cuadros con marco de repujado dorado idéntico; uno es de su padre, un señor de barba arreglada y bigotes engominados; el otro es de él, con su inconfundible calva y su rostro bondadoso; siempre luciendo su elegante terno negro. Los libros llenan, desordenados, las paredes y muebles de caoba de la dependencia, dándole un color ocre y dotándola de solemnidad. Siento una irrefrenable necesidad de tocarlos y olerlos; cojo uno al azar, tengo que soplar el polvo para poder leer su título. En el lomo reza "La plaza de Berkeley"; es el libreto de la adaptación al teatro de la obra escrita por John L. Balderston. Me siento apresuradamente en uno de los sillones victorianos que hay frente al escritorio y me dispongo, ávido, a ojearlo. Observo que, hacia su mitad, hay un doblez en la esquina superior de la hoja; mi abuelo debió dejar su lectura allí, en esa página, cualquier desapacible tarde de invierno con la intención de retomarla al día siguiente; tal vez ya nunca lo hizo. ¿Qué le impidió proseguir con la lectura de la intrigante obra del gran autor norteamericano? Quizás lo estaba leyendo el día antes de morir repentinamente sentado, precisamente, en su confortable sillón de cuarteada piel marrón.
Intrigado, me dispongo a leer desde donde él debió quedarse, devolviendo el doblez de la hoja a su estado natural. ¡Es maravilloso! Peter Standish, el personaje principal de la obra, vuelve a cobrar vida, como si el tiempo no hubiese transcurrido desde que mi abuelo doblo la hoja hasta hoy, después de tantos años inerte entre aquellas páginas amarillentas escritas en antigua letra bastardilla. El joven científico narra al embajador (otro personaje) la melancolía en que está sumido por su convicción de la inexistencia del tiempo y su deseo de trasladarse a lo que llamamos "pasado" y enamorar a su bella prima Helen Pettigrew, basándose en su teoría de "dimensiones coincidentes" donde el pasado y el presente coexisten de forma paralela. El embajador no da crédito y piensa que Peter está en un estado de mente perturbada y, apesadumbrado, le deja allí, fumando nerviosamente un cigarrillo sin boquilla.
Al rato, salgo de la casa abstraído del entorno creado por la soledad de aquel lugar y la historia de Berkeley Scuare, con la necesidad de respirar aire fresco, abrumado por el pensamiento de que Peter acababa de demostrarme que bastante de verdad hay en su teoría sobre la inexistencia del tiempo. Él ha estado ahí, en actitud pasiva, paciente, esperando que alguien vuelva a tomar el pequeño libreto y seguir en su empeño de mostrar "su hermosa locura" a todo aquel que quiera leerlo.


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