GABRIEL

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Con suavidad, acarició las raídas cortinas de terciopelo, antaño tan hermosas, presas ahora de la decadencia, al igual que los otros símbolos de riqueza que se veían en el salón: cómodos sillones en los que podías caer y hundirte y dejarte engullir por ellos y que ahora eran el hogar de ratones, el piano, del que antes unos dedos diestros podían arrancar las más dulces melodías, y que ahora sonaba como un quejumbroso maullido… Pero él no veía la decadencia. Cerrando los ojos, dejó que su mente vagara hasta el pasado, a las suntuosas mascaradas que allí se celebraban. Recordó los ojos, febriles tras las máscaras, brillantes por la lujuria, el alcohol y las drogas; pieles blancas, marmóreas, acariciadas por seda y terciopelo y encaje. Acudieron raudos a su memoria los labios manchados de carmín y de vino y de otro líquido, más espeso que el vino y de sabor mil veces más intenso, un sabor que llevaba consigo la mismísima esencia vital de los humanos.

Recordó a los jóvenes, adolescentes, esclavizados, fuentes de alimento que mantenían viva la esperanza de ser convertidos. Todos morían desangrados, entre los temblores del orgasmo de la muerte. Todos eran idénticos, hechos a partir del mismo molde.

Todos, excepto Gabriel. Gabriel era extraordinariamente hermoso, con la misma belleza pálida y lánguida de sus amos. Cabellos del color de las fresas maduras que caían sobre los hombros y rozaban los finos huesos y enmarcaban un rostro de pómulos salientes y tan afilados que daba la sensación de que podías cortarte con ellos, un rostro con grandes ojos verde, un verde esmeralda, puro, sin mezcla de marrón. Sus labios eran gruesos y los pintaba de rojo anaranjado y cuando los atravesabas con los dientes era como morder la dulce carnosidad roja de una fresa o una cereza madura, labios siempre dispuestos a curvarse en una media sonrisa irónica y triste.

Lo recordaba delgado, con un cuerpo aún adolescente, tan delicadamente cincelado como el David de Donatello, un cuerpo que movía con graciosa flexibilidad dentro de un traje de arlequín.

Lo recordó tocando el piano con dedos tan talentosos que parecían más celestiales que humanos.

Y lo recordó tendido entre las sábanas de seda de su propia cama, sábanas que rápidamente absorbían la sangre, sangre que él no había sido capaz de beber.


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