EL FESTEJO

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Venía rodando por la calle. Ramon, a su lado. Disparatando veredas y balcones y auténticos paisajes Sanmiguelianos. No era una tortuga, ni una hormiga, ni un orangután. Era una simple persona feliz y embargada por la plenitud de la meta lograda.- ¿Quien soy yo ?- ¡56 años! ¿Y que tengo? – Exactamente lo que quería tener. ¿Quién tiene lo que yo tengo? ¿he? – ¿Quien tiene ? -
Exclamaba con voz alta. Siempre tuvo la particularidad de los sonidos estridentes. Su voz contenía, naturalmente, un tono normal pero elevado, al punto de ponerle, a cualquiera, los pelos de punta. Y su risa partía los tímpanos, con su rugir estrepitoso y desapasible.
Ramón a su lado. No había podido deshacerse de él, aunque se lo propuso desde el principio. Pero no, la acompaño temprano al trabajo y la esperó a que saliera a las dos de la tarde.
Ramòn era así. Y ahora, que ella estaba feliz, que iba a recibir tanto dinero y a acomodar su vida (si Dios y las circunstancias se lo permitían), no la dejaba ni a sol ni a sombra.
A Cora no le molestaba que estuviera a su lado. Infinidad de veces la había librado de su ostracismo y su soledad. Le había enjugado las lágrimas con ternura y aflicción. Le había traído un té, después de arroparla en la cama, en las múltiples noches de pasarse de la raya con el alcohol y la droga y caer rendida, en estado semi-inconsciente. A pesar de verduguearlo a morir. Siempre. De insultarlo, porque cuando se perdía en ese estado de embriaguez, era “Mas te quiero, más te apaleo” . Y esa tarde habían delirado juntos, por su alegría, queriendo comunicar su “albricias”·… “soy feliz”,… aunque los dos supieran que eran mentiras. Que ni te quiero, ni soy feliz, ni albricias.
Pero Cora no soportaba estar sola. No quería más que todos supieran que estaba sola y que no le gustaba estar sola. Que todos supieran que sufría la soledad como un martirio, pero que a nadie le importara. Mejor que se envenenaran pensando que ella estaba bien. Que Ramón la acompañaba. y la aceptaba tal cual era y no que la quería cambiar, como todos los demás, que para quererla y estar con ella, pretendían que ella fuese como ellos querían que fuese… ¿entendés vos ???
Su ex-marido, sus hijos, sus hermanos, sus cuñadas, hasta Lilia, su amiga del alma y Roque, su amigo de Ituzaingó. El que se fué a Europa porque acá no tenía futuro… y allá tampoco, pero no importa, porque estando allá nadie lo ve romperse el lomo por pocos pesos. Y pasarla mal para ahorrar euro sobre euro, y una vez al año, acomodar la pila y traérselos de incógnito a mamá, para que siga cuidando a los chicos. ¡Ellos no tenían la culpa! Su mujer enferma, ida de la cabeza por culpa de las drogas…. pero los chicos ¡no tenían la culpa!- solía decir Roque. Y estaba convencido de eso.
La cuestión es que después de mucho pelear y bambolearse, y trinar de bronca y susurrar de sosiego, de tanto idas y vueltas- ¡Que vendé la casa!- ¡Que no la vendo! … la había vendido!- Gracias a Guillermo, sin duda, que había tomado las riendas del asunto. Es decir, que había tomado el toro de Clara por las astas, lo había seducido… y había vendido la casa.
La casa era un chalet hermoso y cómodo, emplazado sobre dos lotes, en una esquina del barrio Cavernet, ubicado , geográficamente, en la zona más copetuda de la localiad de El Libertador. Se completaba de tres habitaciones, tres baños, un living comedor enorme, cocina, comedor diario, y un escritorio amplio y armónico..
Por fuera, el parque, adornado por importantes macetones estilo colonial, donde se destacaba el quincho, de grandes dimensiones, con parrilla mecánica, techo de tejas, luces, bacha y canillas para enceres. Estilo más bien rústico, re-comodidad…
Al margen, la pileta de material, casi olímpica, que solo Cora sabía (o por lo menos tenía conciencia) lo caro que era mantenerla.
Y así las cosas, habían vendido la casa, que era de los dos, de ella y de Guillermo y ella (bah! ella no, Guillermo) había comprado un departamento, que: ¡albricias!!
la escritura decía: …”a nombre de :Cora Rodriguez”… y eso bastó.
Se le nublo la vista y la razón y después podía venir el fin del mundo que no le importaba. No le importaba nada. Eso era el fin… y el principio. ¿Cómo? Sí, era el fin y el principio.
Ese fin y ese principio eran muy dolorosos. Le dolía la cintura, los brazos y el mentón. El cuello y la espalda estaban invadidos por la erupción alérgica crónica nerviosa, que desde toda la vida le había complicado la existencia… Ni el Santo la pudo curar del todo, a pesar de la congregación que la apoyó con misas y novenas a la virgen María y a Jesús.
Y ahora se encontraba, en plena calle de la ciudad, bastante borracha, acompañada, únicamente por Ramón. Y Ramón estaba como ella ya sabía que iba a estar. Después de consumir un piquito de droga, Ramón no existía. En realidad, ojalá no existiera, pero no, era insoportable. Sus manos se desquiciaban y sus brazos alargados abarcaban el horizonte, como queriendo mostrar todo lo que para él , en realidad, existía. Y en esa posición de Santo o de mesías barboteaba frases incoherentes. Ideas que nadie comprendía (menos ella, ¿qué me venís a decir,? estúpido. )
Quiso desaparecer, quiso hundirse en el centro del asfalto . Pero no…. todavía tenía alternativas.
A pesar de su edad, a pesar de la tristeza y del dolor. A pesar de su orgullo herido… Porque en definitiva era su orgullo, el que hería todos los días y a cada rato, ella misma; tenía una alternativa.
Carla, arrodillada en la vereda, en pleno centro de la ciudad, se rescató un instante.. Metió la mano en la cartera y buscó el celular. Estaba allí, en el fondo del bolso marrón de cuero que le había regalado su hija Alba, para su último cumpleaños. Lo tomó con manos temblorosas y ojos borrosos, y buscó una dirección almacenada en él. Su hermano, Ariel, aparecía en el directorio como una brillante estrella en el firmamento de su vida. Pulsó la tecla. Escuchó el sonido de la llamada y la voz, angelical, amorosa, soñada y querida de su hermano.
Cora solo dijo – Hola, ¡¡vení a buscarme!! 


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