pesadillas en camas de carton/un nomada en la ciudad

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A principios del 2012, estando en Plaza La Corrala, con mis amigos Peter, Saddam, Thomas, Gandhi… y tras dar vueltas y vueltas pensando en lo mismo por las calles de la gran ciudad de Madrid. Por Lavapiés, Embajadores, o tal vez en el metro echando una siesta en la línea seis. Total, en menos de cinco horas pasé de estar en Madrid, con una rutina fija, un día a día casi idénticos, a encontrarme sólo en la estación de la Termibús de Bilbao.

Todo lo tenía preparado de ante mano, en una de esas noches largas de Madrid mientras intentaba saltar el metro se me vino a la mente una idea fragmentada. Solo recuerdo haber percibido de tales fragmentos la palabra “viaje”, sin destino. Tras llevar a cabo el asalto al metro, dada la escasez de dinero, logré colarme en el vagón de la línea seis, la circular. Pasado el peligro me acomodé en una silla.

La gente entraba y salía del vagón, músicos, vendedores de clínex y mecheros, otros pedían dinero tras dar un discurso sobre su situación económica y los estómagos vacios que ha dejado en casa. En fin, en una de las muchas paradas que componen la línea seis, y de cuyo nombre no puedo acordarme, entró una chica de unos veinte años. Alta y morena, una sonrisa iluminaba su rostro delgado, unos ojos claros como el agua y el pelo castaño. Eso es lo único que conserva mi memoria de aquella bella joven que se sentó frente a mí, mientras mantenía una conversación afable por el móvil. Solo recuerdo que mientras hablaba entre risas mencionó la palabra “Bilbao”. Tal vez se refería a la parada de metro “Bilbao”, pero en aquel instante mi viaje ya tenía un destino. Bilbao, País Vasco, en el norte de la península Ibérica.

Resulta difícil intentar describir mi estado mental y moral en aquel tiempo, acababa de romper con mi pareja, no tenía ningún objetivo fijo, ni ningún calendario a seguir. Hacía
tiempo que había dejado de leer y solo pisaba la biblioteca para lavarme la cara en los servicios después de levantarme por la mañana en algún banco de algún parque, o de alguna casa okupada con resaca. Yo era un hombre de la noche, una especie de vampiro, una rata, o tal vez un murciélago herido. Un intruso minúsculo, perdido y sobretodo vulnerable. Madrid era una ciudad inconcebible para un nómada saharaui, un universo distinto y absurdo. Sin trabajo y sin papeles, y con la esperanza de no caer en alguna redada policial no me sentía mejor que un condenado a cadena perpetua, y poco me importaba que el fin del mundo fuera a ocurrir durante las horas siguientes.

En la gran ciudad todo daba vueltas a mí alrededor, los coches, los autobuses, la gente, y los pensamientos y preocupaciones, y tan solo sentía la necesidad de huir de allí. Y así reuní el dinero necesario para poder montarme en el autobús. Vendí todo lo que tenía, que no era mucho, en el mercadillo de Embajadores. Me encontraba indeciso y continué mientras recorría las calles de la gran ciudad hasta llegar a la estación Norte “Avenida América”.

Era una tarde con un cielo gris, la gente entraba y salía de la estación sin cesar. En la puerta de la estación se sentaba una mujer anciana con un vaso en la mano pidiendo unas monedas solidarias, le eché en el vaso unas cuantas y entré en la estación. No quedaba nada que hacer en Madrid, conseguí el billete para ir a Bilbao y me monté en el autocar. Permanecí hundido en mi asiento y a las pocas horas llegué a la estación de Termibús, estaba en Bilbao.“Cuando bajé de la escalerilla del autobús comprendí que Madrid…

ya no era mi mundo.”

En mi cartera solo quedaban dos tristes euros y con una ansiedad agobiante caminé hasta una tienda de alimentación, empecé a contemplar el género y al final me decidí por una cajita de galletas y tres cigarrillos sueltos, hasta ahí llegaba mi capital. Salí de la tienda de alimentación y seguí caminando sin destino en busca de algún sitio donde poder pasar mi primera noche. Llevaba una chaqueta marrón que hacía juego con mi piel y mi aire de nómada paleto, parecía un chatarrero que llevaba años viviendo en Bilbao.

 

¿Cuál es mi papel en este confuso y estúpido juego de las relaciones sociales?

En fin, seguí caminando sin hacer caso a las preguntas que me hacía mi inconsciente, nunca llegué a contestar a todas esas preguntas pero tampoco me importaba en absoluto. Mi mayor preocupación en aquellos instantes era, en primer lugar, aliviar el hambre y buscar algún cartón que me sirviera de cama. Tímido e incapaz de comunicarme con los demás proseguí mi camino en silencio como un tuberculoso moribundo mientras las mujeres de avanzada edad me clavaban la mirada mientras agarraban el bolso con fuerza como temiendo al contagio. Aquellos gestos no me incomodaban, ya venía saturado de Madrid y en parte les daba la razón dado el elevado índice de criminalidad, sobretodo en tiempos de crisis.

Tras un cuarto de hora de caminata sin descanso llegué a la orilla de la ría de Bilbao. Una ría que divide la ciudad en dos, como Estambul o Budapest en minúsculo. En la parte donde me encontraba se alza un rascacielos de cristal y en lo alto se puede leer la palabra “Iberdrola”, no muy lejos está el Museo Guggenheim, una vista bastante agradable. Me senté en un banco y empecé a contemplar la ría mientras las gaviotas chillaban, también pude ver a los peces que habitan la ría, manadas de truchas incomestibles nadan en todas direcciones y comen todo lo que les echan los transeúntes. Todo era bonito y maravilloso. Las farolas se encendieron y la noche amenazaba. Y yo tenía que buscar algún sitio donde poder dormir, por un lado porque me encontraba cansado y por otro porque dormir era una manera de luchar contra el hambre y el aburrimiento.

Sin más compañía que yo mismo me levanté del banco y proseguí el camino. La misión era encontrar un sitio donde dormir y casi se convierte en misión imposible. Los saharauis, a diferencia de los marroquíes y los argelinos y demás países que componen el llamado Magreb, somos muy pocos y eso yo lo comprendía muy bien. En fin, llegué a la estación de Abando y crucé el puente de Isabel camino del Arenal, desde lo alto del puente podía ver el teatro Arriaga y la Catedral. Me detuve en mitad del puente y le pregunté a un transeúnte.

 

continuara


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