VENIR DE LA GRANJA

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“Era la tarde y la hora 
en que el sol la cresta dora…”

Era la tarde. El poniente reflejaba su luz dorada esparciéndose en rayos como vertientes, que iluminaban el monte, destacando el verde salpicado de marrón contrastando con el blanco manchado de las vacas, corderos y algunas ovejas.
Sí, la tarde se estaba poniendo en el extenso horizonte de esa parte del monte correntino y mostraba los colores de la tierra, en el instante en que se entremezclaba con los del cielo en una formidable explosión ardiente.
Rocío Pereyra arremangó su camisa, vieja y deslucida, y comenzó a cerrar las trancas de los establos donde Horacio había guardado a los animales. 
Primero el portón alto y ancho de las vacas, apenitas al lado, el de los terneros ;después el otro, más delgado y frágil, que encerraba a las ovejas; ( a las ovejas solo había que marcarles un límite visual, que podía ser de madera o de alambre o hasta de hilo, porque ellas veían el cerco y se quedaban tranquilas, pasteando ). Por último cercar a los cerdos, que venían a su llamado, sumisos y amables, y cerrar el gallinero con la traba, no vaya a ser que se levantara un viento fuerte y la soltara,, porque las aves, enloquecidas por el incidente, se desparramarían por toda la granja y ¡anda a agarrarlas! 
Rocío Pereyra era una linda mujer, o por lo menos lo había sido antes que los cuatro embarazos le aspiraran el calcio del cuerpo y se quedara sin dientes. Entonces su rostro blanco, de pómulos redondeados y labios carnosos se afinó y se retrajo, undiendo apenas el contorno de la boca, disminuyendo su descarada sensualidad. 
Igual conservaba su apariencia atractiva en su metro setenta de altura, en su delgada cintura y sus caderas proporcionadas. Y, por sobre todo, en el desparpajo de sus ojos grices, aleteando siempre detrás de la mirada desafiante, casi altiva.

Cuando entró a la casa, Horacio, ya estaba tomando mate y comiendose los bicochitos de anís que había horneado ella, temprano.

-Y… ¿que decidiste?- dijo, con tono despreocupado. 
No sé- contestó Rocío, quedamente, sabiendo que esa respuesta lo molestaría-no quiero dejarte solo, yo….
Se calló lo del mal presentimiento, lo de la bruma roja esparciéndose a medida que el tren se alejaba y lo envolvía a él hasta asfixiarlo, Ella lo veía, retorciéndose, con el brazo levantado, aún, en ademán de despedida . Quería gritar, pero se quedaba callada, un ferreo nudo le deshabitaba de sonidos la garganta

- No seas tonta-exclamó Horacio, volviéndola a la realidad-te dije que estaba todo bien, yo me arreglo.. Vos necesitas relajarte un poco, salir de esta inercia, aunque sea solo por cinco días. Te va a hacer bien y a los chicos también-siguió argumentando, el, con denodadas ínfulas.
Se dejó convencer porque tenía tantas ganas de ir a Bs As, de ver a su mamá, a sus hermanas, a sus amigas, tías, sobrinas… en fin, tenía ganas de zafar, por unos días, del campo y la lejanía y la soledad y los animales.
Le dijo que sí, que mañana a la tarde, en el tren de las cuatro se iría y que igual cargara el celu, porque ella lo llamaría del teléfono de Marita, su hermana, ni bien llegar… o de un locutorio, pero lo llamaría.
Al otro día, A las tres y cuarenta y cinco de la tarde Rocío esperaba el arribo del tren, sentada en un banco de la estación del ferrocarril, junto a sus tres hijos (que no eran hijos de Horacio), Isabel, de 13 años, una señorita ya, Guille, de nueve y Estelita de seis. El, la estaba acompañando, para llevar los bolsos y decirle adiós con la mano, apenas el tren arrancara.
Y apenas el tren arrancó y vio su mano flameando por encima de su cabeza y de sus rasgos tan conocidos y tan queridos, a Rocío se le hizo el nudo en la garganta y se le cortó la respiración. Igual le devolvió el saludo. Después entró al vagón, buscó su asiento por el número y se volcó en el, atribulada y nerviosa. 
De todas formas, durante el viaje, no halló ni un solo instante vacío como para darle rienda suelta a sus cavilaciones, así que arribó a Bs. As. con la mente dispersa y la atención puesta en los chicos (que eran de terror por lo inquietos) y por otra parte, la alegría de ver a Mery, su mamá y a Marita, su hermana, la del medio, que la estaban esperando en la terminal de Retiro,
la sacó de su ostracismo y le devolvió, un poco, el ritmo estrafalario y movedizo que la caracterizaba.

Charlaron a morir esa noche. Después de comunicarse con Horacio y saber que estaba bien, que había puesto las trancas y había comido la tarta y los bizcochitos que ella le dejó preparados, sobre la mesada, cubiertos con paños de hilo grueso para que no se posen las moscas; se distendió y se dedicó a recuperar el tiempo perdido, en noticias y chismes y comentarios de tres años a esta parte. ¡Tres años hacía que se había ido a radicar a Corrientes !
¡Como pasa el tiempo! Y sí, Rocío tomo conciencia de sus treinta y nueve años y se quiso morir… ja, ja, ja…. reían con Marita y Olga, su sobrina, la hija mayor de su otra hermana, que había venido a lo de Mery a verla a ella ¡Mi amor! ¡Cuánto tiempo!  Vos, ya con un hijo!
Festejaron el encuentro. Alguien propuso salir , ir de gira… “Dale. tía, no seas ortiba, vamos … ” Su antiguo yo se interpuso y apenas salieron a la calle rostros conocidos se le vinieron encima como mascaritas furtivas de algún carnaval perseguido por la alegría.
Perseguido, sí, porque la alegría la perseguía a cada instante, como si no lograse atraparla del todo. Una sombra confusa se le instalaba en el medio del pecho, y de pronto todo era zozobra e inestabilidad .
Por eso, cuando recibió el llamado, el mundo se le vino abajo, tal y como lo había estado esperando. Igual que se quiebra una copa de cristal, se cortaron los nudos y se soltaron, de golpe, todas las puntadas que sostenian los pliegues de su destino al amparo de los tranquilos rayos de sol de la granja.
Horacio estaba muerto. 
No fue una estampida de las vacas, no fue una tormenta que espantó a las gallinas, ni los mansos cerdos pisoteando su cara, ni la indolente lluvia golpeando las paredes de su reino perdido y anegando de tercas cenizas sus rosas florecidas. Fue un disparo certero que desgarró la luz del universo en un rayo ardiente, sonoro como un trueno, y volcó sobre la tierra las huellas del castigo.
Fueron las vagas polleras de la vecina, la artera deslealtad, hiriente y ofensiva, y el infierno avanzando entre la lucidez y las tinieblas hacia la expiación sagrada de todas las miserias y todas las mentiras.

 


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