DIARIO DE UN MIMO (6 de 8)

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VI

 

Fui a vivir a un frigorífico abandonado, un edificio blanco y frío, lleno de antiguas maquinarias que se corroían ante el indefectible paso del tiempo. Era un lugar silencioso cuyos suelos no habían sido pisados en años. Era el sitio perfecto para mí.

No podría regresar a la escuela por un largo tiempo, el titiritero me lo había advertido: "El maestro no da segundas oportunidades". Así que el frigorífico se convirtió en mi hogar y mi academia.

Decidí practicar en serio aquella vez, no semanas, sino meses; años tal vez. A mi siguiente audición iría preparado, llevaría además el atuendo adecuado y me maquillaría como corresponde. Estaría irreconocible.

Ensayaba ocho horas diarias y hacía ejercicio durante otras ocho. Durante ese tiempo iba a almorzar y a cenar al comedor municipal, allí se encargaban de conseguir trabajo a los indigentes y también asistían con terapia a quienes lo precisaban. Yo nunca hablaba con nadie, todo lo que quería era regresar a mi escondite a practicar mirando mi sombra sobre el suelo y mi reflejo en las oxidadas maquinarias. En poco tiempo esculpí mi cuerpo; parecía hecho de mármol.

Perfeccioné mi rutina, y ya no emitía ruidos con la boca. Me convertí en un hombre silencioso, me convertí en el mimo perfecto.

El día en que decidí regresar a la escuela a probar mi suerte, abrí la vieja maleta de mi madre. En el transcurso de esos años ya había usado toda la ropa, solo quedaban dos cosas allí: unos preciosos guantes antiguos y el pequeño bolso de cosméticos.

Me puse enfrente de una lámina metálica para maquillarme. El reflejo deformaba mi rostro, mas no necesitaba verme. La verdad es que no me estaba pintando la cara, estaba cubriendo el color humano que llevé por error durante años.

Mi rostro maquillado en blanco reflejó otra vez la pureza de mi espíritu, aquella de la que me habían despojado hacía mucho tiempo. Los labios rojos, casi negros, eran para dar besos de muerte, como los que le dieron a mi madre tantos malvivientes durante toda mi infancia. Me delineé los ojos, porque ellos son el camino hacia el alma, y yo había recuperado mi rumbo. Al final, pinté una lágrima en mi pómulo, para explicitar el dolor que llevaba dentro.

Ingresé al viejo edificio y no tuve necesidad de abrir la boca; enseguida me enviaron con el maestro. Todos se volteaban a mirarme, parecía que jamás hubiesen visto a un mimo. La verdad es que no lo habían hecho, yo era más real que todos los mimos de aquella academia juntos.

El adusto rostro del maestro me resultó inconfundible, pero él no logró reconocerme.

Comencé con la pared del mimo, por ser lo primero en lo que me perfeccioné; solo debo imaginar la enorme muralla negra que me apartó de mis sueños durante toda mi vida. Palpé la rugosa superficie, y al empujarla sentí una presión sobre mis brazos rechazándome hacia atrás.

Continué con la técnica de tirar la cuerda, fácil también. Para mí esa soga es tan real que siento que podría ahorcar a alguien con ella, y siempre pienso en la misma persona: mi padrastro. Con tan solo imaginar que esa soga irá alrededor de su cuello, me basta para tirar de ella con movimientos perfectos.

Inclinaciones, puntos fijos, caminata en el lugar..., todos los trucos los hice de manera impecable; pero no quise detenerme en ellos, quería cerrar pronto la audición con la mejor de mis rutinas: la clásica pero aun sorprendente caja del mimo.

Atrapado, aislado del mundo; no requiero de mucho esfuerzo para comenzar a desesperarme en esa claustrofóbica situación. Interpretar la caja del mimo es interpretar la historia de mi vida. Para aumentar la tensión suelo pensar que mi madre está afuera y que la caja es la humanidad, el planeta tierra, separándome de ella. Otras veces imagino que estoy de regreso en el vientre materno, entonces la desesperación se transforma en paz y armonía.

Mis rutinas eran excelsas debido a que formaban parte de mi historia, y el maestro quedó atónito ante ellas. Los dos alumnos que estaban allí no podían creer lo que estaban viendo, no solo mi actuación había sido perfecta, sino que el maestro jamás había quedado tan sorprendido por un artista, y al terminar mi actuación lo miraron esperando que tuviera algo negativo que decir; pero no lo hizo.

-¿Cómo te llamas? -me preguntó.

No le contesté.

-¡Sublime!, casi todos caen en esa trampa y dicen sus nombres repletos de entusiasmo, pero tú no. Lo tuyo ha sido espléndido, has sido aceptado en esta institución. Aquí tendrás techo, educación y comida.

No le contesté.

-Va en serio esta vez -me dijo-, terminó la función. Dime tu nombre.

Craso error, no le iba a contestar porque la función no había terminado, no le iba a contestar porque aquello no era una función. Fue entonces cuando hice un movimiento prohibido para los mimos, sacando dos cuchillos que tenía guardados en mi cintura.

Mimos o no mimos, los tres gritaron cuando los atravesé con ellos. Pude con los tres; no es fácil doblegar a una persona a la que le aprieta la garganta permitiéndole tan solo brotar lágrimas de odio.

Aquella vez tampoco pude escapar. Al salir, varias patrullas me esperaban en la entrada del edificio. Levanté entonces mis manos como si estuviera interpretando otra vez la pared del mimo.

Me esposaron y me metieron en uno de los vehículos. Estaba sin escapatoria... por el momento.

 

 

Continúa en...

http://www.cortorelatos.com/relato/17633/diario-de-un-mimo-7-de-8/

 


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