El misterio siniestro del monte M'Boity

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El siguiente relato fue escrito por Alfredo Luis Bello y transcrito por Iedrich Lester.

Es sabido, que todas las personas, hasta las más valientes, han experimentado el miedo en algún momento de la vida. Yo les contaré una anécdota que, por cierto, es bastante extraña… Pero siempre hay historias, que pasan de boca en boca, y de las cuales uno nunca querría ser protagonista.

Papucho Barrientos era una persona normal, común y corriente, de mediana estatura, cuerpo musculoso, mirada inteligente y aceptable cultura. Trabajaba su chacra, plantando mandioca, caña dulce, maní, porotos y tabaco. También criaba algunos animales, lo que le permitía vivir con cierta holgura.

Pasaba los treinta años, era excelente cazador, buen guitarrista y mejor cantante; apreciado por sus vecinos y conocido por su hombría de bien, sencillez y simpatía. Su chacra estaba ubicada en una zona llamada M’Boity (Viboral), un inmenso monte selvático, bello e imponente, en ciertas partes impenetrable, cubierto de espesa vegetación y de frondosos árboles centenarios, con abundancia de animales silvestres de distintas especies.

Por su subsuelo corre un río, que aflora a la superficie por variadas vertientes, donde el agua clara y fresca serpentea sobre los desniveles del vasto terreno, regándolo y haciendo fecundar todo tipo de plantas.    

Cuentan, quienes conocen el lugar, que internarse en el monte por la noche es una verdadera locura. Pues ocurren hechos inexplicables y sobrenaturales. Se dice de muchas personas que han desaparecido, sin dejar rastros.

Otros cuentan que, en cierto lugar, donde una larga y poco profunda zanja atraviesa el monte, se escuchan por las noches algo así como ecos de batallas, gritos desaforados, ruidos de aceros al golpearse, quejas, ordenes, voces imperativas, relinchos, alaridos salvajes y golpetear de cascos. Se dice que, en ese lugar, hace ya muchos años, allá por 1870, se enfrentaron dos pequeñas fracciones de los ejércitos de Paraguay y Argentina, en la Guerra de la Triple Alianza. Se cuenta que, en esa batalla, no quedó un solo soldado vivo de ambos bandos.

Se comenta que más de uno, a quien la noche sorprendió en dicha zona, fue acosado con roces, ruidos de pisadas, murmullos, lamentos, y un persistente, fétido olor, similar al de los cuerpos en estado de descomposición.  

Papucho Barrientos, nacido y criado en las cercanías, endurecido por el trabajo en la chacra había oído de muy niño, contar  todo tipo de historias terroríficas sobre el monte M’Boity, pero sin darles mucha importancia, ya que conocía muy bien cómo eran los lugareños: sumamente supersticiosos y afectos a la fabulación.

En cierta oportunidad, Papucho Barrientos fue hasta el pueblo, distante cinco kilómetros, a fin de adquirir algunas provisiones. Allí se encontró con un grupo de viejos amigos, quienes lo invitaron a beber unas copas. Entre tragos de fuerte caña, salió como tema de conversación los hechos misteriosos acaecidos en el monte M’Boity.    

Papucho, descreído y poco afecto a la fantasía, dio un corte definitivo al tema, diciendo a sus amigos que, todo lo que se hablaba sobre el monte era irreal, cuentos para asustar a los niños y evitar que en sus juegos se internaran en el monte, el cual era peligroso por las víboras o algún ocasional yaguareté,  quienes solían merodear por las cercanías.

Él, nunca podría creer esas historias, propia de personas ignorantes y fácilmente sugestionables, máxime siendo un hombre de profunda fe cristiana, práctico, realista y con alguna educación. Además, él no le temía a nada ni a nadie. Una noche cualquiera se internaría en lo más profundo del monte y acamparía al borde mismo de la gran zanja. Allí pasaría toda la noche, hasta el alba del día siguiente, sin más compañía que un viejo revolver Colt calibre 44, recuerdo de su padre; el machete, un cuchillo y un bolso con algunas viandas, dos paquetes de cigarrillos y una petaca con caña.

Pasó un tiempo, hasta que una noche, Papucho Barrientos se dirigió al monte acompañado de sus seis amigos, quienes acamparon en la orilla del mismo. Papucho se despidió de todos y se internó en la espesura cantando alegremente una polca. Su voz, poco a poco, fue extinguiéndose a medida que se alejaba. Al rato, sus amigos ya no podían oírlo más…

Papucho Barrientos, descreído y corajudo, cumplió su promesa y acampó en el borde de la zanja. Aprontó su revolver dejándolo al alcance de su mano con la linterna. Clavó el cuchillo en el suelo y se sentó a fumar apaciblemente dejando el machete sobre su falda. De tanto en tanto, bebía un trago de caña del pico de la petaca.

La noche estaba bastante iluminada, pues había luna llena y el cielo se veía limpio y estrellado. Se escuchaba el croar de las ranas, el chirriar de los grillos y el ruido característicos del viento al pasar por las ramas de los árboles.

A la mañana siguiente, sus amigos al no verlo volver, se preocuparon y decidieron salir a buscarlo.

Después de mucho andar lo encontraron, caído boca abajo, en el fondo de la zanja. Presurosos bajaron a socorrerlo, notando que estaba desmayado, inconsciente. Sus pertenencias estaban desparramadas por el lugar. Procuraron reanimarlo mojándole la cabeza y palmeándole el rostro. Lentamente Papucho volvió en sí, sus ojos, desmesuradamente abiertos reflejaban miedo, todo su cuerpo temblaba. Señalaba la zanja y gemía lastimeramente, mientras se acurrucaba como un niño entre las piernas de sus amigos. Había enloquecido de terror… de espanto.

Aún hoy, vivé en su chacra, haciendo gestos y murmurando. Es una sombra de lo que fue. Cuando se le pregunta sobre esa fatídica noche, señala hacia el monte y con voz temblorosa, cargada de angustia, cuenta:

- Estaba yo esa noche sentado en el borde de la zanja, fumando, atento a los ruidos del monte, cuando de pronto escuché un fuerte golpetear de cacos. Parecía que una tropilla de caballos venía hacia mí. Rápidamente me puse de pie tomando mi revolver, cuando, en ese momento, los vía aparecer de golpe, al otro lado de la zanja.

Eran soldados, venían al galope desenfrenado de sus caballos, gritando como locos. Por el otro extremo, en dirección contraria, otro grupo de jinetes venían de la misma forma, pegando alaridos que helaban la sangre.

Los dos ejércitos se toparon justo frente a mí.

Se disparaban, laceraban, acuchillaban y sableaban con furor, sin ninguna piedad. Los caballos relinchaban, resoplando y galopando en círculos, chocando entre sí. No eran muchos, quizás unos cincuenta o sesenta hombres, entre los dos bandos. Poco a poco fueron matándose todos. Los caballos escaparon espantados. Los cuerpos de los soldados yacían desparramados por todo el campo, en diferentes posturas, desangrándose.

De pronto, los soldados muertos, de ambos grupos, se levantaron con sus cuerpos sangrantes. Destrozados caminaban tambaleantes. Se acercaban, paraguayos y argentinos, y… se abrazaban.

Si, se abrazaban, los unos con los otros, mientras gritaban: ¡ARMISTICIO! ¡ARMISTICIO!...  y se reían… se reían… se reí… se…

                                                               FIN


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