Arañas (parte 2)

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ARAÑAS (parte 2)

 

 

Mis sobrinas no le perdían ni pie ni pisada a Marieta. Se burlaban abiertamente de su mal uso del lenguaje y de sus costumbres campesinas. Cuando sonaba el teléfono, dejaban que ella atendiera, para escucharla decir a modo de saludo: ¡Óigote! Un día hasta llegaron a dibujar en un papel un muñequito defecando; y haciéndolo acompañar del cartel “Se hace así. Al final, use el guisopo”, lo colocaron en la puerta del baño, pues los pies marcados que aparecían cada mañana en los bordes de la taza sanitaria, las hizo sospechar que Marieta se encaramaba sobre ella como si estuviera en presencia de un excusado. Pero sin dudas lo que más les llamó la atención fueron las precauciones que tomaba para irse a dormir. Cerraba herméticamente el cuarto, colocando trapos en las rendijas de las ventanas y la puerta.

 

-¡Ay, pero se van a ahogar, Marieta! –le dijeron una noche aguantando la risa-. ¿Para qué se encierran tanto?

 

-Por las arañas “pelúas”, hijas.

 

-¿Las arañas “pelúas”? –se extrañaron las hermanas, y conocieron entonces que cuando era niña, Marieta había sido atacada mientras dormía por dos arañas peludas. Los gritos despertaron a la madre, que vino hasta su cuarto a matarlas con una chancleta. Desde entonces nació en ella una fobia sin límites hacia esas alimañas, y de nada sirvió que le explicaran lo difícil que resultaba encontrarse en aquel reparto de La Habana con uno de aquellos bichos.

 

-¡Por si acaso! ¡Ustedes no saben el pánico que les tengo!

 

-Esta mujer es así de caprichosa –comentó papá-. Recuerdo que hace años, cuando aún yo trabajaba en el central, me dio por explicarle que lo más cochino que hay en el mundo es el azúcar. Le conté que esas máquinas muelen no sólo cañas, sino también ratones y “majases” que vienen enredados en ellas. Y alguna que otra vez, cuando ocurre un accidente, se ha molido hasta brazos de gente. Pues óiganme, ni se sabe el tiempo que Marieta estuvo sin probar ningún dulce ni nada que tuviera azúcar.

 

 

 

Dos días antes de la operación, Ramona pagó la máquina que llevó a papá a ingresar al hospital. Cargaron sábanas, toallas, termos para café, y hasta un ventilador, porque según les explicó el médico, a pesar de que la sala estaba situada en un sexto piso, era calurosa y con mosquitos.

 

-¡Qué bueno está este ventilador, muchacha! –le comentó Marieta a Ramona-. Allá en la casa no tenemos ninguno.

 

-¿Qué no? Si yo misma le mandé uno de regalo a Alberto el año pasado...

 

-¡Ah, aquél! Tuvimos que cambiarlo por un puerco. Figúrate, no había grasa con qué freír...

 

-“Pues te vas a joder, cabrona, porque este no te lo voy a dar” –pensó Ramona-. “Ahora no tienen con qué echarse fresco, y el puerco, del que ni siquiera ví un chicharrón, hace rato que lo cagaron. Lo siento mucho por papá, pero yo no puedo sacrificarme tanto por él.”

 

En la mañana de la operación y poco antes de las ocho, montado en una chirriante camilla que empujaban Marieta y Ramona, papá fue conducido al quirófano. Atravesó las salas atestadas de gente con su mano temblorosa puesta sobre la cara, como si el hecho de no presenciar el entorno por donde era transportado, le hiciera más llevadera aquella vergüenza que estaba sintiendo. Le habían quitado toda la ropa para cubrirlo con una bata demasiado corta, y por mucho que juntara las piernas y se encogiera sobre la camilla, siempre sus partes quedaban visibles. Al llegar a la puerta del salón, las enfermeras se hicieron cargo de él, y Ramona y Marieta se sentaron a esperar afuera.

 

Las horas pasaron una detrás de otra, y las dos mujeres estaban ya cansadas de preguntarle al médico, que entraba y salía con la preocupación reflejada en el semblante: “¿Nada, doctor?”. No les daba respuesta, y su actitud sombría les hizo sospechar que algo anormal estaba sucediendo.

 

Por fin, cerca de la una de la tarde, papá fue sacado y llevado de vuelta a la sala.

 

-¿Pero qué pasó? –preguntó incrédula Marieta, al ver que la tan esperada operación no se había llevado a efecto.

 

Entonces el médico, muerto de la vergüenza, comenzó a explicarles que la ropa lavada y esterilizada que él debería usar durante la operación, no había llegado a tiempo; y que por el bien del enfermo, y para evitar posibles complicaciones, no podía usar una vestimenta cualquiera.

 

-¡Pero esto es el colmo! ¿Cómo puede pasar algo así? –gritó desesperada Marieta-. ¡Y después dicen en el televisor que esto es una potencia médica! Yo tengo un sobrino en el gobierno. ¡Esto va a saberse! ¡Hasta por “Granma” va a salir!...

 

-Ya, Marieta –la interrumpió papá con los ojos llorosos.

 

-¡Ya, nada! ¡Alguien tiene que responder por esto! ¿Cómo van a tenerte por gusto en ese frío por más de cinco horas?

 

-¡Ay compañera, no grite tanto! –la llamaron a la cordura algunos enfermos de la sala.

 

La intromisión la molestó aún más; y poniendo en la voz toda la fuerza que pudo arrancarle a su pecho, gritó:

 

-¡Me sale del bollo!

 

-¡Marieta! ¡O te callas o te doy un par de galletas aquí mismo! –la atajó Ramona, y avanzó hacia ella con la clara intención de cumplir con su amenaza-. ¡No seas malagradecida! El médico no tiene la culpa...

 

-¡Sa! ¡Sa! –comentó aún Marieta, con las manos en la cintura, y haciendo un ángulo de noventa grados con los pies, al tiempo que movía constantemente uno de ellos en actitud de desafío.

 

Todavía antes de dejar el hospital, Marieta golpeó varias veces el elevador, e insultó a todos los médicos y enfermeras con quienes se tropezó en el vestíbulo. Luego, en la casa, molesta por la actitud de Ramona, se encerró en el cuarto y juró no salir de ahí hasta tanto no le consiguieran el pasaje de regreso a su pueblo. Tres días duró su encierro, y en ese tiempo el agua y la poca comida que aceptaba, se la hacían llegar a través de papá.

 

-Hija, perdónala –le pedía él a Ramona-. Marieta no es mala, pero es una mujer muy bruta. Tú verás que en unos días se le pasa el berrinche.

 

Cuando llamé por teléfono para interesarme por el resultado de la operación, Ramona me puso al corriente de todo. Luego discutimos. Según ella, yo no había hecho lo suficiente por papá. Me echó en cara que había desperdiciado toda mi vida en estudios inútiles, y que si hubiese aprendido a luchar el dinero en la calle, ahora la situación sería otra.

 

-¡Acuérdate que son dos bocas más tragando! ¡Y yo sin trabajar! –me dijo-. ¡Menos mal que los novios de las niñas se han portado de lo más bien! Gracias a los quilitos que me dan es que he podido comprarle a papá carne y leche. ¡Y a Marieta! Porque antes de emperrarse, ella comía de todo lo que le conseguíamos a él.

 

 


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