Jacinto

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Jacinto aprieta la boca e intenta disimular su miedo ante el fotógrafo y el resto de sus compañeros. Es el cuarto empezando por la izquierda, el que, además del puño izquierdo, levanta un Winchester 1895 con gesto victorioso. Pero de los cuarenta que forman aquella unidad de la CNT, no es el único que está aterrorizado. La gorra confederal apenas puede ocultar la mirada perdida de esos cuarenta críos que se saben a un paso de la muerte en las trincheras del Valle del Tiétar.

Sin embargo, también saben que gracias a aquel retrato conseguirán la eternidad. Una eternidad que, a diferencia de la que predican los curas que persiguen, no entiende de ángeles regordetes o vírgenes con cara de niña. Porque con solo no ser olvidados por sus mujeres o sus madres primero y por los hijos y los nietos que nunca conocerán después, se darán por satisfechos.

Y como soñó Jacinto cuando posó para aquella fotografía, muchos años después, Luis, su bisnieto, la lleva consigo a todas partes, pues ha hecho de ella un salvapantallas para su móvil. Para él, que también es de izquierdas, aquel antepasado suyo es un ídolo, un referente que muestra con orgullo a sus compañeros de universidad. Casi ochenta años después de aquella mañana, Jacinto vuelve a estar presente entre otros jóvenes como él , quienes si bien comparten sus mismos ideales de libertad, tolerancia e igualdad, no son capaces de identificar a un enemigo que, como aquellos fascistas, quieren imponer sus ideas y sus creencias a golpe de cuchillo, de bomba y de ametralladora. Para el bisnieto de aquel combatiente libertario ese radicalismo que ha cambiado a Cristo Rey por Mahoma no se debe combatir con aviones, tanques o desde una trinchera fusil en mano, sino con una especie de frase mágica: No a la guerra.

Como la fotografía del viejo libertario, aquella consigna de paz, que Luis coreó cuando era un niño, también está presente en aquella reunión de los viernes. Al tiempo que apura sus cubalibres, el grupo de jóvenes habla de Palestina, del petróleo, de un maquiavélico plan en el que están implicados los Estados Unidos y el Mossad, pero sobre todo de no repetir el mismo error que cometieron en dos mil cuatro cuando invadieron Irak. Y también, de común acuerdo, se niegan a admitir que esos sanguinarios monstruos que secuestran niñas para violarlas, que decapitan o disparan a placer contra todo aquel que no comparta su fanatismo sean algo más que un bulo creado por el capitalismo.

Aquel podría ser otro viernes más de cubalibre, de rebeldía y, cómo no, de ilusión por un futuro más libre e igualitario. Sin embargo, tanto Luis como sus amigos, ignoran que será su último viernes. A las once de la noche, tras oír varias ráfagas y explosiones, unos desconocidos, AK47 en mano, les gritan una frase en árabe que por su entonación parece ser algo así como una pregunta o una orden y que, tras repetirla dos veces, da paso a una ráfaga que destroza sus cráneos.

Minutos después, la cafetería queda en silencio. Sobre el suelo, encharcado por la sangre y la masa encefálica de los muertos, Jacinto sigue sosteniendo su Winchester ajeno a las balas que han destrozado el teléfono.

 

 


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