LA DUNA (Relato gay)

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Es una bella tarde, salgo a correr, voy en busca del campo a inhalar aire puro, sentirme vivo y ser parte de la naturaleza sabia, que encanta y diluye las penas comunes que a muchos agobian. Un pensamiento doloroso me arranca un suspiro desde muy adentro, la amarga desazón heredada por un amor que no pudo ser, y la inevitable nostalgia que me procura su ausencia. Pero soy fuerte, aprieto los dientes, me escurro de esos pensamientos y corro lo más rápido que puedo, esquivo todo a mi paso. El camino se volvió arenoso y empinado, pero no me importa, me sobreesfuerzo y autocastigo por revivir ese sentimiento. El sudor es incesante y el corazón me avisa que estoy a punto de colapsar; hago un esfuerzo sobrehumano y al fin llego a la cima, sin aire, manos a las rodillas, me siento y he perdido la batalla, la tristeza pesa en los ojos, la terrible sensación de saber que sólo se ama una vez en la vida, y que nunca más será.
Al pasar el tiempo, por varios años, intenté suplir ese único amor que me fue negado por el destino, refugiándome en el cariño de mi gente, la familia, los amigos, y los extraños a quienes uno les llega a caer bien.
Un día fui a visitar a una buena amiga en Lima, que no veía en años, una gran mujer, de esas que pocos tenemos la suerte de conocer. Seria, de una solvencia moral enorme, un carácter arrollador y un trato dulce a la vez. Me presentó a su familia: “Él es mi esposo, y estos tres mis hijos. Juan, el mayor, es fruto de mi primera relación”. Lo último me dejó perplejo; cual sería la cara que puse, que mi amiga hábilmente soltó un comentario que me quedaría grabado por siempre: “Cuando uno es adolescente no sabe nada del amor, pero maduré, y aunque tuve que besar varios sapos, finalmente encontré a mi Príncipe”, y abrazando a su esposo prosiguió: “Él es el amor de mi vida”.
Esa noche reflexioné y pensé que de repente estaba siendo muy duro conmigo mismo, y decidí voltear la página y abrir un nuevo capítulo en mi vida. Conocí de todo, gente con la boca llena de amor, pero de almas vacías; de los que te conocen un día en persona y luego desaparecen; de los que buscan una relación seria y sus fotos insinuadoras en el Facebook dejan mucho que desear; angelitos de la vida nocturna buscando amor fugaz; y hasta gente buena, pero desconfiados y con el corazón curtido.
Ya más tranquilo, luego de 10 meses de terminar una relación tormentosa, decidí abrirme nuevamente al amor, aunque más sereno, sin la emoción de las primeras veces. Quedé en verlo en el centro cívico, mi sitio favorito. Lo llamé para saber su ubicación y estaba casi al frente mío, le sonreí, nos saludamos con un apretón de manos, cenamos juntos, vimos una película de acción, y como pocas veces en la vida, bastó unos pocos minutos de plática, para sentir ya que lo conocía de hace mucho tiempo.
Era tan parecido a mí, muy caballero, de voz cálida y varonil, poco de hablar de amor, pero con una actitud que hablaba por sí misma, como cuando nos despedimos, y ninguno pudo apartar los ojos del otro, mientras el taxi ponía distancia entre nosotros, lo que me presagió de que muy pronto lo volvería a ver.
A la semana siguiente, ya en Chimbote, me dirigí en busca del campo, de tardecita, como gusto hacerlo. Mientras trotaba y fantaseaba con mi reciente ilusión, un nuevo y crudo pensamiento opacó mi momento, al repasar todo lo vivido y reconocer que poco o nada de especial quedaba para compartir de aquél Andrés del pasado, que ya hubo alguien que entró al único lugar donde nunca nadie había entrado, que ya alguien exploró mi zona donde nunca nadie había explorado, y que ya hubo alguien a quien presenté a la preciada persona a quien nunca a nadie había presentado.
Seguí trotando gran parte del camino lamentándome de esos detalles que ahora pesaban en mí. Casi llegando a mi destino, levanté la mirada, y como imán que atrajo mi atención, la vi brillar a lo lejos. Yo iba a su encuentro, sin embargo sentí que ella venía hacia mí. Se me erizó la piel de emoción, se me dibujó una sonrisa y corrí hacia ella como loco. El camino se volvió arenoso y empinado, el sudor se volvió incesante y el corazón me avisó que estaba a punto de colapsar, hice un esfuerzo sobrehumano y al fin llegué a su cima, sin aire; extendí mis brazos para inhalar, y las recogí para exhalar. Tomé un puñado de ella y no pude evitar que se me humedecieran los ojos, recordando con nostalgia todos los momentos allí vividos, y le hablé deseando que en realidad pudiera oírme: “Mi Duna, pedacito de este mundo, donde en cada visita dejo una réplica de mi alma, cómo no saberte especial, si te encuentro en cada página de mi vida, como cuando niño me enterraba en tus arenas, como en todos los partiditos uno a uno con mi mejor amigo, o cuando me escapé de casa y te busqué para consolar mi llanto, o en las incontables veces que corrí y sudé sobre ti, o todas las rodadas de tu cima hacia tus faldas, y otras innumerables alegrías que me diste, en cambio yo trayéndote siempre tristezas, humedeciendo tus arenas que gustan de estar secas, desérticas, y calientes como tú misma”.
Terminada mi rutina, ya para despedirme, le prometí: “Si algún día encuentre a la persona indicada, prometo traértela, y te la presentaré, para terminar con esa tu nostalgia, por todos los atardeceres que me viste solito contemplando la puesta del sol”. De repente me dieron unas ganas de seguir unos minutitos más, y como cuando niño, cavé una zanja y me enterré en ella hasta el cuello, y de esa forma contemplé la caída de la tarde, y mientras tanto, me afloraba un sentimiento tranquilizador, la firme convicción de que nunca más volveré a sentir la soledad.


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