La niña bajo la nieve

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La niña bajo la nieve

A las tierras altas del levante español, coronadas por montañas cargadas de pinos y con los pies alfombrados de viñedo, llega, de tarde en tarde, el viento frío del norte.

Las bajas temperaturas del invierno, normalmente, acompañan el ambiente seco: ha habido inviernos tan heladores como áridos, sin una gota de lluvia. Sin embargo, hay excepciones: a veces nieva sobre nuestras montañas y también sobre el fondo de los valles.

Aquel año las nubes habían pintado un fondo gris obscuro sobre el pueblo y el frío congelaba las tuberías del agua potable. En la casa de los abuelos,  vieja y vetusta pero con cocina de lumbre, leñero bien surtido;  mantas de lana  y colchones, se aposentaron los tres hijos de la pareja de ancianos –mis abuelos-  y allí estuvimos viviendo, primos, tíos y demás, como una comuna extensa, al menos durante quince días, hasta que la nieve se derritió.

Aquella fue la primera vez que recuerdo haber visto la nieve. Tengo ocho  años y disfruto de una visión mágica tras el cristal. El manto blanco cubriendo poco a poco los campos que rodean nuestra casa. ¡Que cuaje, que cuaje! –gritamos. Nos dicen que no salgamos a la calle, pero no hacemos caso, porque hemos visto que hay otros niños ocupando el territorio recién blanqueado. Esos críos no tienen miedo al frío, nosotros tampoco. Salimos.

Por la ventana de atrás veo la silueta de una persona, con  anorak amarillo y bajo un paraguas sobre  la huerta nevada. Nos dice el abuelo que nos quedemos junto a la chisquera inmensa de leña de almendro que caldea el salón.

Pero ya estamos pisando la calle.  Salimos gritando de alegría. Mis tres primos, mis  hermanos y yo. A malas penas los mayores sólo consiguen atrapar a los niños más pequeños, los que apenas andan, pero han intentando, sin lograrlo, escapar de casa.

Nos ponemos perdidos, de nieve y de barro. Me acerco a la persona del anorak amarillo y el paraguas. Es una niña, veo su cara, y al verla pienso que no existe el mal en el mundo, que las desgracias son sólo recuerdos equivocados. Su cara transmite una paz invisible que inunda el aire.

 - Tú no tienes las manos heladas, porque llevas guantes – Le digo.

Entonces me mira y sonríe.

Ahora entro otra vez en la vieja casa de mis abuelos y siento en mi cara llena de granos el fresco que crean los viejos muros. Es primavera, creo que el mes de mayo.

En la salita, a la izquierda, está mi abuelo viendo el televisor. Me pide con gestos que calle, está atento a la TV. Dan una película en blanco y negro, se ve una comitiva fúnebre caminando por caminos rodeados de campos resecos, delante va Juan Simón, el sepulturero del pueblo, al que le toca enterrar a su hija.

Cruzo el pasillo y entro a la cocina, mi abuela me saluda y me da un beso que huele a albaricoques. Tiene una fuente, que ella llama “azafate”, llena de estas frutas anaranjadas. Estamos en el tiempo de los primeros frutales.

Escucho al perro rallando la puerta de la terraza. Está emocionado, me conoce y está feliz, se llama “vives”.

Caundo salgo a la terraza, acaricio al perro y miro al fondo, al horizonte, donde hay  unas nubes enormes y oscuras. Mi abuela sale y ve las mismas nubes, dice ¡que nublos más grandes!

Escucho el roce de las alpargatas de mi abuelo, la película debe haber terminado, después escucho el ruido desagradable de un motor, el de una mula mecánica, que pasa por el camino de atrás, repleta de cajas de albaricoques.

Mi  abuelo, que apenas habla, tiene los ojos rasos de agua.

¿Qué te pasa, abuelo? Nada, Antonio Molina.

Entonces no entendí a qué se refería. Luego he escuchado la canción de aquella película, “la hija de Juan Simón” y entiendo que la gente llore con esa película.

De repente empiezan a escucharse los enormes truenos. La tormenta está descargando a unos pocos kilómetros.

Ahora granizará, caerá al suelo el trigo y se romperán  los brotes de viña, y eso hará que no se pueda hacer buen vino con las uvas – se dijo a sí mismo mi abuelo. Ya, abuelo. La vida es así, uno hace todo lo que puede, pero las grandes decisiones las toma la naturaleza o tal vez están escritas desde siempre.

Tanto caminado, logros, una vida supuestamente plena, hijos, nietos, coches, ordenadores, mujeres, viajes, enfermedades, amigos, cervezas, fútbol;  Pero yo, ahora, en esta tarde de soledad y viento, sólo deseo volver a encontrarme con la niña del anorak amarillo que, agazapada en algún recóndito rincón de mi memoria,  contempla en silencio cómo cae la nieve sobre la huerta helada.

Cuando uno está a punto de abandonar esta vida, si está consciente, no es más que un manojo de recuerdos en los que anhela volver a vivir, fundirse con ellos.

Si estás esperando una operación de corazón, a vida o muerte, como es mi caso, no sabes si pisas ya la antesala de la muerte o simplemente, pasarás un mal trago. Tal vez todo saldrá bien, y dentro de unos días volverás a casa. Tal vez conoces tus último días.

Yo, por si acaso, me abrigo con un puñado de recuerdos. Quiero escapar de la casa y tocar la mano helada de la chica del anorak que contempla como cae la nieve.

Eso, sólo quiero que vuelva, conocer a esa niña, hablar con ella, después entrar a la casa tiritando de frío y sentarme a una mesa junto al fuego, dónde mi abuela me sirve un gran tazón de caldo  y me dice que estoy loco por salir a la calle con tanto frío.

Poco antes de entrar al quirófano tengo mi última idea (¿razonamiento?). No soy otra cosa, no he sido otra cosa en estos 60 años que aquel niño de ocho años que se enamoró perdidamente de una niña a la que sólo vio una vez, bajo la nieve y envuelta en un anorak amarillo.

No volví a verla, nunca encontré el menor rastro de ella en el pueblo. Ignoro si aquella sonrisa de miel fue un episodio real u obra de mi imaginación,  la visión de una ninfa rociada de belleza, esa belleza sin ruido ni hormonas, sin sexo ni aspiraciones ni demanda de posesión, esa belleza de miel e inocencia que acaricia algunos latidos de nuestra breve vida. Ignoro si recibí una señal, que en todo caso, estaría aún huérfana de interpretación alguna.

Si creo que el  barro de nuestras vidas está también compuesto de lo imaginado, de lo soñado e incluso de aquello que sepultamos en el subconsciente  durante décadas.

Yo,  ahora, estoy parado sobre la helada huerta, miro esa dulce sonrisa, y no sé si he soñado en unos segundos una vida en el futuro, en la que llego a ser anciano y espero una operación de corazón. No sé si, en cambio,  he llegado al final y vuelto atrás, hasta aquel leve momento donde miro una sonrisa de la que ya jamás escaparé. Tal vez esté a tiempo de dar dos pasos y coger la mano de la niña del anorak amarillo. Eso haré.

 

 


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