Crónica De Los Inútiles - Parte 3.

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Jorge Carrascosa había asumido cuatro años atrás, cuando el partido gobernante ganaba las elecciones y se producía un cambio de color político en el gobierno nacional. Era un auténtico hijo de puta, más aún que el que lo precedió, y era mejor que no fijara la vista en ti, mejor aún si no conocía tu existencia.

Finalmente Carrascosa, luego de veinte minutos de tenerlo de florero, colgó su celular, tomó una carpeta y, sin dedicarle apenas una mirada, se la tendió.

- Tome. – Le dijo. – Haga exactamente lo que aquí se le indica. – Lentamente Duarte se adelantó y tomó la carpeta con mano insegura. Luego la apretó contra su pecho con las dos manos y tras carraspear dos veces no pudo evitar que su voz vacilara entre dos o tres tonos finos y destemplados.

- Si, señor Carrascosa. Mañana a primera hora… - Carrascosa levantó la mirada y lo enfocó por primera vez. Lo que Duarte vio en sus ojos lo estremeció y le cortó la frase abruptamente.

- Usted no sale del ministerio hasta que no haya hecho lo que dice en esa puta carpeta. – Fue la cortante respuesta dicha con voz ronca y cargada de malos presagios. Lo dejó allí parado casi sin respirar. Quería decir algo pero sus labios no se movían. Quería irse y sus piernas no respondían. De su boca solo surgían algunos mudos balbuceos que solo demostraban su absoluto estado de conmoción.

- ¿Qué espera? . – Carrascosa levantó la vista y al verlo allí una mueca de profundo fastidio se instaló en su rostro antes de hablar.

- Si…si, ya me iba. – Y salio de la oficina casi a la carrera.

 

La frondosa carpeta comenzaba con una carátula que rezaba:

“11 DE OCTUBRE 2003 – HOSPITAL ESTATAL JOSE ARAOZ”.

Luego seguían los datos locatarios del nosocomio y los personales de unos cuantos médicos que realizaban tareas en el lugar.

Tras la carátula, una copia de una demanda de “Declaración de patrimonio de la ciencia médica” dirigida a la secretaría de la que él era parte. Era un documento habitual para Duarte y casi nunca se le daba curso. Comenzó a leer la demanda línea a línea hasta que al llegar a una frase el asombro casi lo arroja del asiento. Tras los formulismos de rigor y previo a la argumentación rezaba:

“… es que la dirección de este hospital en conjunto con el cuerpo médico antes citado demanda se declare al señor Héctor Cáceres patrimonio de la humanidad y las ciencias médicas para…”.

Era perturbador. Estas personas demandaban la exclusividad para investigar a voluntad a un ser humano. Esto, virtualmente, sería disponer hasta de su propia vida, pero decidió seguir leyendo. Lo que seguía formaba parte de la argumentación y venía acompañado de una nutrida batería documental consistente en exámenes médicos y demás. Prescindiendo del formulismo lo que se relataba era lo siguiente:

Unos cuatro años atrás un hombre era ingresado a la guardia del hospital aquejado de graves disturbios respiratorios y digestivos. Con el correr de las horas sus síntomas fueron empeorando y fue admitido en internación para estudios más profundos. Unos tres días después se le informaba al paciente la presencia de tumores cancerígenos en páncreas con metástasis en pulmones, hígado y estómago. A pesar de los tratamientos a los que podría someterse su situación era terminal y solo le quedaba una expectativa de vida de, a lo sumo, cuatro meses. Como el hombre no quería permanecer internado, fue dado de alta. Quería morir donde vivió la mayor parte de su vida: En la calle. Era un indigente. 

Cuatro años después, hará unos quince días, un grupo de cuatro personas era ingresado a la guardia tras un grave accidente de tránsito. Tres de estas personas mueren poco después de ser admitidas y el cuarto es derivado a terapia intensiva por la gravedad extrema de sus lesiones. Unas horas después empeora cayendo en un coma profundo requiriendo asistencia respiratoria mecánica. Al otro día se lo declaraba con muerte cerebral pero su corazón seguía latiendo. En busca de parientes a los que consultar revisaron sus efectos personales para recabar documentación o algo que lo relacionara con alguien.

Solo encontró su documento de identidad. Era un indigente.

Una empleada administrativa lo ingresó en los sistemas del hospital para darle curso a su admisión y el sistema le reveló que ya había sido paciente del hospital. Pasó ese dato a internación, para que ellos obtuvieran su hoja clínica, esta fue impresa y pasada al médico que atendía al paciente en cuestión. Cuando el facultativo tuvo el documento entre sus manos un gesto de incipiente asombro se pintó en su rostro.

 

Agosto de 2003.

 

Gaspar Jul había estudiado medicina en la universidad nacional y se había graduado sin pena ni gloria en ocho años, la carrera duraba seis. Era un médico del montón, o mucho menos, y lo sabía. A duras penas había logrado ingresar en el hospital cinco años atrás y sabía que su futuro como médico no pasaría jamás de la clínica general, si es que no incurría en algún otro error precipitando por enésima vez la mirada de sus superiores sobre él y, en consecuencia, su inevitable despido. Más de una vez sus acciones requirieron la inmediata intervención de un colega para que algún paciente no terminara peor de lo que había ingresado. O muerto. Era un verdadero peligro y a nadie mejor que a él le cabía el mote de “MATASANOS”.


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