Cuando llegue mayo (I)

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CUANDO LLEGUE MAYO (I)

 

Como para disculparse, Concha me contó por qué le estaba dando una soberana paliza a su hijo más pequeño en el justo momento en que yo, paraguas en mano, toqué la aldaba de su puerta. Al servirle la comida, el niño había salido al portal a ver caer la lluvia. Puso el plato en el piso, y se entretuvo siguiendo la navegación en el agua de la zanja, de las jabas de basura que durante la semana los vecinos ponían en la acera, esperando que en algún momento pasara el carro colector. El descuido fue bien aprovechado por “La Pepa”, una perra sarnosa que siempre estaba al acecho. Se zampó el contenido del plato, y después huyó a digerir tranquilamente su inesperado banquete.

 

-¡No llores, cabrón! ¡Los hombres no lloran! ¡Contigo la pedagogía se me tiene que ir al culo, porque no haces nada bien! ¿Tú tienes idea de lo que me cuesta a mí conseguirte un plato de comida? ¡Te voy a matar!....

 

El ruido de la aldaba interrumpió su discurso. Quedó muy sorprendida con mi visita. No esperaba que a estas alturas alguien pudiera presentarse.

 

-¡Imagínese! ¡Hace ya más de cuatro años que puse esos anuncios! Pero pase, no se me quede en la puerta.

 

Le conté que lo descubrí esperando la “190”. La guagua se demoraba, y para matar el tiempo, me dediqué a inspeccionar los anuncios pegados a los postes. “Se cambian zapatos tenis del pie derecho por izquierdos”, leí primero con asombro, y más tarde con alegría. Aquel escrito, ya medio borroso, y hecho con letras que semejaban garabatos, estaba indirectamente dirigido a mí.

 

Concha rió de buena gana. Como si me conociera de toda la vida, me hizo pasar a la cocina, y mientras colaba café con trapo y reverbero, porque la semana anterior le había explotado la cafetera, se deshizo en explicaciones, rememorando aquella calurosa tarde de principios de agosto.

 

-Yo estaba allí por casualidad –dijo-. Cuando empezó el desorden, me quedé a ver qué pasaba. Aquello se puso feo. No sé usted, pero yo jamás había visto en La Habana algo así. Sentí miedo. No por mí, sino por la barriga. Tenía entonces cuatro meses de embarazo. Pero cuando ya me disponía a huir, la gente le fue arriba a las vidrieras del Hotel Deuville, y quise aprovechar la oportunidad. Hice lo mismo que usted. Eché en una jaba la mayor cantidad de cosas posibles. Pero tuve mala suerte. Cuando llegué a casa, sorteando toda aquella “piñacera” que se armó con la policía, descubrí con pesar que los ocho zapatos tenis que conformaban mi botín, eran todos del pie derecho. Supuse que otros se habrían llevado los izquierdos, y unos meses después me decidí a poner los anuncios.

 

-¡Pero a mi sólo me sobran tres tenis izquierdos!

 

-No importa. Así reduzco mi almacén –dijo ella muerta de la risa-. Dos le vendí yo a Chencha, la viejita de la esquina. ¡La pobre! En su juventud fue bailarina. Hace un par de años, mientras dormía, una rata le mordió el dedo gordo del pie izquierdo. No fue al médico, porque pensó que no era nada y que un poco de mastitis evitaría cualquier complicación. Pero se equivocó. Ella es diabética, y en unos días, aquel pie se le puso que parecía un jamón. Conclusión, que terminaron amputándoselo…

 

-¡Ah, caramba! ¡Pobre mujer!

 

-Conmigo se hizo, porque le vendí los tenis a un precio que ni en las tiendas de Miami. Si los hubiese comprado allí o en otro sitio, tendría que haber pagado también por los izquierdos, que ya para nada le sirven. Por cierto, ¿qué harán los hospitales con esos pies y esas manos que cortan? Una vez alguien me dijo que se los echaban a las fieras del zoológico, porque la incineración salía muy cara. ¡Qué barbaridad! ¡No me imagino el pie de bailarina de Chencha en la boca de un león!

 

En ese momento, crujió la puerta de un cuarto junto a la cocina, y al abrirse, apareció una anciana de rostro arrugado, apoyándose en una muleta. Durante unos segundos fijó en mí sus ojos marchitos, y luego se dirigió a Concha en un tono de desprecio:

 

-¡Te he dicho mil veces que no me traigas hombres de mierda aquí! ¡Puta!

 

Concha no se inmutó. Se llevó la taza a los labios y sorbió –haciendo mucho ruido- el último trago de café. Quise decir algo, pero la anciana no me dio tiempo. Se puso las manos en el vientre, y hablando a gritos, volvió al ataque:

 

-¿No está la comida todavía? ¡Acuérdate que estoy embarazada! ¡Es una desgracia vivir contigo! ¡Qué pachocha tienes para todo, hija!

 

Y haciendo sonar la muleta sobre los mosaicos del piso, siguió camino a la sala.

 

-No le haga caso –dijo Concha-. Aparte de loca, está esclerótica.

 

-¿Es su madre?

 

-¡No, hombre, no! Es mi suegra. Dicen que se volvió loca por culpa de la ceiba.

 

-¿De la ceiba? –pregunté extrañado.

 

-Sí, esa grande que está ahí a la entrada. Se pasaba la vida en bronca con los vecinos por la comida y los animales muertos que aparecían todos los días al pie del árbol. En eso tenía razón. La gente es a veces muy desconsiderada y muy cochina. Una cosa es la religión y otra la asquerosidad. Toda esa peste venía luego para acá adentro. Un día le dio por hacer guardia en la ceiba. No dormía, y hasta sacó una extensión de la casa y le puso un foco de 100 watts entre las ramas. Las malas lenguas aseguran que por eso recibió el castigo de los “orishas”. Pero el peor castigo lo recibí yo, que al final tuve que cargar con ella.

 

-¿Y su esposo?

 

-¿Mi esposo? –rió Concha, y elevó los ojos al techo-. No sé. Tal vez hecho mierda de tiburón en el fondo del océano. Unos días después de aquellos sucesos, cuando la furia de las balsas, se fue con un amigo en dos gomas de tractor. Nunca más tuve noticias de él, y ya no las espero. Aunque bueno, si usted fue capaz de venir después de tanto tiempo, comienzo a creer que en esta vida todo es posible.

 

El ruido de la muleta nos anunció que la anciana volvía a la cocina. Apartó una silla junto a mí, y se sentó lanzando un suspiro de cansancio.

 

-¡Ese hijo mayor tuyo te va a salir mariconcito, Concha! ¡Ahí está en el portal con unos rolos puestos en la cabeza!

 

-No son rolos. Son audífonos para oír música. –la rectificó Concha.

 

-Desde que los americanos y los rusos comenzaron a juguetear allá arriba en ese Cosmos –se dirigió ahora a mí la anciana-, todo aquí abajo anda mal. Hambres y guerras, guerras y hambres, y ahora hasta rompieron el ozono ese…. Mi abuelito sabía mucho y lo decía. El cielo es sagrado. Nadie tiene que buscar nada allá arriba… ¿Usted también es testigo de Jehová?

 

-No, yo no…

 

-¡Claro que lo es! –rió la anciana, y me tomó la mano en un gesto de confianza-. ¡Ay Concha, qué hombre tan simpático! ¿Por qué no lo invitas a comer?....


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