ESPERPENTO DE PATOJOS (I)

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En la España de principios de siglo XX y en un lugar que no sabría señalar sobre un mapa exactamente, existía un pueblo un tanto singular, a media distancia entre lejos y cerca, en el que presumían sus habitantes de escuchar la radio en color, viajar hasta Madrid en barco y a Palma de Mallorca a través de una fabulosa carretera hecha en el tiempo de la romanos. Su nombre… Esperpento de Patojos.

Las fuerzas vivas del pueblo, el alcalde, D. Fernando, que nunca paraba por el ayuntamiento, pues regentaba la pequeña tienda de ultramarinos a la vez que bar, en la que cada día en la trastienda se echaban las partidas de dominó; el farmacéutico, D. Gaspar, que vendía carne en la farmacia, debido al acuerdo que hizo con Antonio el pastor, farmacia donde abundaban los remedios caseros y además la buena carne, todo se vendía allí, el cura.  D. Hortensio de la Mora, que a la vez era el maestro del pueblo, aunque ya no quedaban niños, pero lo era por decreto del alcalde, pues de hecho era pareja de dominó del alcalde; y el sargento de la Guardia Civil, D. Honorato de las Morenas, rancio y caduco héroe de la Guerra de Cuba, que habiéndose desmantelado el benemérito puesto años atrás, pues se trasladado a otro pueblo, quedó el sólo en calidad de retirado, viviendo en la casa cuartel con su esposa.

Este último, dando su ronda de todos los días, con un viejo trabuco colgado al hombro, pues de su arma reglamentaria se le despojó tras su retiro, paseaba su gran barrigón que dentro del pulcro y cuidado uniforme lucía; en el pecho orgulloso portaba dos medallas ganadas en la Guerra Cuba que, con su tricornio y su gran mostacho, eran sus signos de identidad. Cuando se le acercó a la carrera D. Hortensio, el cura, alarmado y con cara de preocupación.

—¡D. Honorato, acuda sin demora a la plaza del pueblo, tenemos un problema!

—¿Qué ocurre hombre de Dios?, ¿A qué tantas prisas?

—Eladio, el viudo, que se ha plantado en medio de la plaza.

—¿Cómo que se ha plantado?

—Literalmente, venga y lo verá.

Acudieron con rapidez a la plaza, donde los pocos vecinos del pueblo se habían congregado a ver la ocurrencia de Eladio. Ya allí, y ante la sorpresa, D. Honorato se echaba hacia atrás el tricornio y se rascaba la frente, nunca se le presentó una cosa así. Eladio, el carpintero del pueblo, literalmente se había enterrado hasta la cintura en medio de la plaza, ayudado por una azada que tenía en las manos con la que amenazaba a cualquiera que intentara sacarlo de allí.

Gaspar, el farmacéutico, le decía.

 —Eladio esto no es sano, deja que te desenterremos, por Dios, atiende a razones.

El alcalde, D. Fernando, por su parte le decía también.

—No puedes ocupar un sitio municipal así porque sí, Eladio, deja que te saquemos de ahí hombre de Dios, no seas cazurro.

Eladio contestó a todos haciendo ademán de  amenaza con la azada.

—Hasta que no sepa quién es el hijo de la gran puta que ha preñado a mi hija, no salgo de aquí, vosotros veréis, encontradlo y traédmelo aquí que le apañe bien el lomo, y ya después hablaremos de la boda con mi Aurora.

Aurora, hija de Eladio, cuarentona y fea como la madre que la parió por más señas, se había quedado preñada, para sorpresa del pueblo y más aún de ella misma.

—¿Cómo es posible eso? —preguntaba D. Hortensio de la Mora, el cura y maestro a la sazón, sabedor de lo poco agraciada que era la susodicha Aurora.

—¡Hombre padre! No toque usted los huevos, por el “fornicio”, coño, porqué va a ser —contestaba Eladio.

—Pero alguna explicación te habrá dado ella —expuso Honorato el benemérito.

—¡Pues claro!, pero es una milonga que no me creo, pues no me dice la jodía —y nunca mejor dicho —que se le apareció un luz y que tras acercarse a ella, apareció una paloma blanca que le hablaba, y que ya no recuerda nada más; ni habiéndole atizado bien, dice que quizá recuerda una especie de  estado místico de gozo… ¡ hay que joderse!

—¡Eso no hay quién se lo crea! —exclamó D. Hortensio de la Mora, el cura.

Todos miraron al cura con cara de asombro, él, extrañado también, los miraba sin llegar a entender el alcance de lo que había dicho, que tras caer en ello, les dijo a sus convecinos para acallar el revuelo que se había montado.

—En este caso, vecinos, en este caso ¡Ni por un momento pongáis en duda el misterio de la Santísima trinidad! ?—aclaraba a modo de excusa D. Hortensio.

Honorato, el sargento de la Guardia Civil, haciéndose cargo de la situación, intervino.

-¡Silencio!, ¡Silencio y orden! Dispérsense los vecinos que esto queda a cargo de la autoridad pertinente —dijo con aplomo y seguridad de su cargo.

—Sargento, encuentre usted a ese sinvergüenza y haga justicia —pidió Eladio.

—Se hará Eladio, se hará. Voy a tu casa a hablar con tu hija Aurora, y tras esto comenzaré las pesquisas necesarias —y mirando a los vecinos que todavía no se habían dispersado dijo a grandes voces — Absténgase cualquier habitante de esta plaza de abandonarla, y mucho menos en disparar por el momento sobre ave o paloma alguna hasta haber encontrado al culpable.

 


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