El Club de los Siete

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La cosa empezó de la forma más casual del mundo, como empieza todo aquello que trasciende. Yo esperaba el autobús para ir a trabajar, quedaban aún 6 minutos para la llegada del 43 y como había empezado a llover de forma inesperada, todos los futuros viajeros nos apretamos bajo la pequeña marquesina de la parada. Éramos 7 personas. Pocas, si estuviéramos en un estadio de fútbol, pero bajo el resguardo de aquella minúscula parada de bus, parecíamos una caja de cerillas con “overbooking”. Yo no soy mucho del contacto físico pero ante la lluvia torrencial que caía, tuve que conformarme con tocar y ser tocado si no quería empaparme.

“Qué hora es?” Dijo la señora de la gabardina roja.

“Las 11.11”. Contestó el señor del bigote daliliano.

“No, disculpe, son las 11.15”. puntualizó la ecuatoriana.

“Eso será en su reloj, señorita, porque el mío marca las 11.11, lo ve?”

Y el señor del bigote daliliano levantó la mano para enseñarle su esfera del reloj con tal mala suerte que propinó un involuntario puñetazo a la chica del piercing en el labio que hizo que el pequeño aro saltara por los aires y cayera al suelo.

“Estás tonto, bigotes?”

“Lo siento, señorita. Comprenderá que ha sido sin querer”.

“Lo que tú digas, pero ahora me he quedado sin piercing, y era nuevo, y antialérgico.”

El Señor del bigote se ofreció galantemente a buscarlo, pero tal era el hacinamiento que, para poder agacharse él, nos teníamos que agachar todos.

“Yo tengo la espalda fatal”. Dijo la abuela del bastón.

“No se preocupe, soy estudiante de fisioterapia, yo la ayudo” Se ofreció el erasmus holandés.

Y a la de tres los siete nos agachamos para encontrar el piercing de la discordia.

“Lo ve?” “No, y usted?” “Yo tampoco”.

Ni rastro del aro; pero eso no fue lo peor. El problema vino cuando nos quisimos levantar. No sabría explicarlo, pero debimos crear algún tipo de vacío que hacía que incorporarse fuera imposible. Los siete nos habíamos quedado clavados.

“Mi espalda!” Se quejaba la abuela. Menos mal que el erasmus y futuro fisioterapeuta pudo alargar sus manos para masajearla aliviando sus dolores.

“Y ahora qué?” Gritaba la chica del piercing.

“Ahora organización”.Contestó la mujer de la gabardina roja. “Sé lo que me digo, que soy física.”

Así, la física urdió un plan para poder incorporarnos de nuevo. El bigotes tuvo que pasar su brazo derecho por detrás del erasmus, quien a su vez cruzó su pierna izquierda con la chica de piercing. Yo tuve que apoyar mis dos manos sobre la física y la ecuatoriana posó su cabeza en el trasero de la abuela, que quedaba en el centro de todos y que, que según los cálculos de la física, era la clave para romper el vacío creado. Había que conseguir mediante el noble arte de la palanca que ella se incorporase para así poderlo hacer todos. Adoptando estas posiciones y acompañándolas de un seco movimiento por parte de todos, la abuela conseguiría moverse y todo quedaría solucionado.

“Una, dos y tres” Y todos presionamos con tal ímpetu que la abuela no solo consiguió incorporarse, sino que salió disparada hacia arriba con tanta fuerza que su cabeza impactó contra el techo de la marquesina y su cuerpo volvió a caer en el mismo lugar en el que estaba antes. Todo fue tan rápido que a ninguno nos dio tiempo a incorporarnos y al instante volvíamos a estar aprisionados; pero con la macabra novedad que ahora teníamos un cadáver entre nosotros.

“Esto es selección natural” dijo el bigotes, que resultó ser naturista. Y nos explicó que en el reino animal los miembros más frágiles de una manada, en situaciones de riesgo se sacrifican en pos de la supervivencia del resto.

Atendiendo a este dogma, resolvimos que la mejor forma de liberarnos pasaba por desnudar a la abuela. Total, ya muerta poco le iba a importar acatarrarse. Su ropa ocupaba espacio y quitándosela romperíamos ese vacío en el que habíamos quedado atrapados. La buena fortuna hizo que la chica del piercing, que era esteticien, llevase con ella una tijeritas para las uñas. Así que tijeretazo a tijeretazo conseguimos dejar a la abuela en paños menores. Sus ropas cayeron al suelo y el espacio que ocupaban nos dio un respiro y nos pudimos incorporar.

Aún quedaba un minuto para que pasará el 43. Seguía lloviendo y en aquella parada de bus éramos seis personas y un cadáver. La colombiana, que era novicia, nos invitó a rezar un responsor por la abuela antes de que el autobús llegará. Así que, todos nos cogimos de la mano y haciendo corrillo alrededor del cadáver rezamos un padre nuestro muy sentido. Fue cuando se santiguó la chica del piercing, que encontró su aro enganchado en el flequillo y como sentido homenaje a la abuela se lo puso en el labio.

El bus llegó y decidimos subir con nosotros a la abuela para llevarla al tanatorio más cercano, era lo mínimo que podíamos hacer por ella; pero resultó que en los buses de línea, un cadáver computa como bulto, no como pasajero y al pesar la mujer 65 kilos y sólo estar permitido bultos de máximo 25, no nos permitieron subirla. Así que la tuvimos que dejar allí, eso sí, con un cartelito que indicaba que había fallecido y que, por favor, llamasen a sus familiares. También entre todos hicimos una colecta para pagarle las ropas que hicimos jirones.

Ahora, una vez al año, los seis supervivientes nos reunimos en aquella parada y recordamos aquellos seis agónicos minutos; y brindamos con vino por la abuela que se sacrificó por la supervivencia de la manada.

Amén.

 

 

 

 

 

 

 

 


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