Alma de cowboy

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Cansado de asaltar diligencias y de ver mi cara en los carteles de “Se busca”, ofreciendo recompensa para el que cortara mi cabeza, decidí darme un respiro. Me dejé crecer la barba y busqué un trabajo discreto en un recóndito lugar del viejo Oeste. Siempre he sido especialista en desaparecer.

Y allí estaba yo, en aquella sucia taberna de alterne, llena de cenicientas de saldo y esquina, jugando al Póker contra tres caza-recompensas, los cuales, por suerte, no habían podido reconocerme en las fotografías que hay colgadas en la comisaría del Sheriff. Tenía una buena mano, pareja de ases, y estaba dispuesto a jugármelo todo en un “all-in”. Era mi noche, estaba en racha.

Pero de repente se hizo el silencio. Los perros que había fuera pararon de ladrar. El pianista dejó de tocar, podía apreciar el miedo en su expresión, el camarero se quedo inmovilizado como una estatua mientras secaba los vasos con un trapo. Por su frente se deslizaba una gota de sudor y su cuerpo empezó a temblar. Un niño, diría que se trataba de un bebé, empezó a llorar. Todo el mundo desvió su atención hacia la puerta de entrada.

Irrumpiste al salón abriendo las dos puertas de una patada. Tus botas con espuelas rompieron el silencio, al chocar en cada paso contra el suelo de madera, mientras ibas hacia la barra del bar. Te sentaste en un taburete, el reflejo del Sol me dejo entrever una temida Carabina Sharp, digna de las mejores películas de Clint Eastwood, situada al este de tus caderas. Miraste al pianista de forma desafiante y éste, volvió a tocar.

Siguió la vida en el bar al igual que siguió mi racha. Mientras ganaba mucho dinero no podía evitar mirar cada movimiento que hacías, cada trago que dabas a aquel whisky de doce años como si no hubiera mañana. Y me acordé de los buitres, los que rodeaban a las personas que mataba en los duelos, cuando sonaban las doce del mediodía de aquel viejo reloj, situado en el campanario de la iglesia. Cuando empecé a verte vulnerable, demasiado ebria como para llevarme la contraria, abandoné una partida a medias para sentarme a tu lado. Noté miradas de envidia y algunas otras de advertencia. Cogiste el revolver con tu mano izquierda y me apuntaste a mis partes menos nobles. No te tenía miedo.

Nos pasamos la noche bebiendo, hablando de lo aburridas que eran nuestras vidas, escapando de amores imposibles y de la monotonía en la que estábamos inmersos. Sucedió lo inevitable e hicimos el amor repetidas veces en aquel pajar. Nos separamos pero nos prometimos partir juntos al atardecer del día siguiente. Empezar de nuevo.

Pero había bebido tanto aquella noche que me desperté algo tarde. Cogí mi caballo y fuimos galopando lo más rápido posible hacia el punto pactado. Allí no estabas, ya habías partido, en solitario. Lloré al darme cuenta de que me había enamorado de ti. Pero entonces comprendí el miedo que te tenía toda la gente del bar. No se trataba de que fueras peligrosa, como yo pensé desde un principio, tenías un encanto de vedette pero alma de cowboy solitario.


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