EL DESTINO (1ra parte)

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Apenas estiré la mano para prestarle los 200 soles, cual ave de rapiña, me los arrebató y me dijo: "Gracias comparito’, prometo pagártelo en cuanto pueda". Sabía casi nada de él, pero se había ganado mi confianza al poco tiempo de conocerlo. Era una persona muy carismática, sociable, de esos que te caen rebien desde el primer día, aunque en esta ocasión estaba hecho un alma en pena, hacía pocos meses fué un empresario próspero de Gamarra, pero la crisis económica mundial terminó por hundirlo y volverlo a las aceras, allí donde se inició vendiendo ropa de segunda mano, y por si fuera poco, perdió hasta a su propia familia.
Sentados, en la cantina más cercana donde le invité un par de cervezas, con nostalgia me dijo: "Con la ayuda de Dios resurgiré de las cenizas, y pronto volveré a ser el de antes", y agachando la mirada luego de un suspiro prosiguió: "Pero esta vez sabré escoger a mi compañera". No necesitó decírmelo, pero ya me imaginé su historia antes que me lo contara. Su mujer al ver la mala situación que atravesaba la empresa, decidió pedirle el divorcio y quedarse con la casa, las tiendas y el poco capital que aún le quedaba. Me dijo: “viví una felicidad de papel, todo fué mentira, ¿qué unidos en el bien y el mal?, ¡¡la putamare’ que la parió!!”.
De pronto sus ojos se iluminaron, como si algún recuerdo que valía la pena le recobrara la esperanza: "Pero no siempre fué así, mi Rosita, ella si me quería con el corazón, ella sí. Pero sus ojos se inundaron al recordar la forma como la perdió.
Rosita era una provinciana, de Celendín, Cajamarca, una hermosa adolescente, muy conservadora, según me contó, con quien creía haber pasado los momentos más felices de su vida sin haberlo sabido. La conoció en uno de sus viajes de negocios cuando le empezaba a ir bien, y a los pocos meses se hicieron novios y le propuso convivir y trabajar con él en Lima, lo cual ella aceptó con la condición de que la respetaría hasta después del matrimonio. Un día que llegó a su departamento borracho, intentó hacerla suya en contra de su voluntad, y al oponer resistencia la votó vilmente gritándole: "¡¡Chola de mierda, con tantas mujeres que se mueren por acostarse conmigo, tú te vienes hacer la difícil, Lárgate de acá!!". A pesar de sus súplicas la arrastró con todas sus cosas, le cerró la puerta y no volvió a saber más de ella. Ya sobrio y embargado por el orgullo nunca intentó buscarla y supuso que se había ido a donde su tía en el cono norte de Lima, y por algunas amistades se enteró que siempre preguntaba por él, pero sólo hasta que supo que se casó con su ex mujer.
Tal confesión me consternó entero, no esperaba que él pudiera tener una reacción así, y me indignó profundamente, pero en esa ocasión se trataba de consolarlo: "No te mortifiques por eso, todos cometemos errores en la vida".
Pero eso no quedó ahí. Un día normal que vendía en las aceras de la Av. Abancay, notó una turba que corría despavorida, y un compañero de labores le advirtió: "¡La policía municipal cumpa’!, ¡¡corre!!". Apenas le oyó, apurado, metió la ropa al costal y la ató para cargarla, pero en el acto notó de reojo una mirada que lo seguía muy atenta. No le puso atención, la turba estaba cerca; y cuando levantó la cabeza y el costal para emprender la huida, un destello atravesó su memoria al ver esos ojos azules, los de una chica preciosa que lo miraba con una semblante que lo heló completo. No podía creerlo, ¡era Rosita!. Su corazón se aceleró, las personas, el ruido, las calles desaparecieron, eran sólo ella y él, y no supo cómo reaccionar. Su mirada aún era la misma, era como si el tiempo no hubiera pasado, sus pupilas dilatadas parecían decirle que nunca lo olvidó, que siempre había guardado la esperanza de encontrarlo aunque sea para despedirse, y él, aún con el recuerdo desafortunado de cómo la trató en el pasado, agachó la cabeza sonrojado y en un momento pensó que tal vez se acercaría y le propinaría una bofetada colosal, de esas que te dejan roncha en la cara, y que bien merecido lo tendría, pero no, al recordar todo lo bien que ella era, supo que no sería así, por que alguna vez le prometió que nunca sería capaz de hacer o decir algo que lo hiriera, entre otros recuerdos bonitos que en ese momento le punzaban el corazón, y sólo la vió con ojos suplicantes, deseando decirle que lo perdonara, que se arrepiente de cada palabra, de cada jalón, de cada día, hora, segundo, que no la buscó.
En eso oyó una voz que lo volvió a la realidad: “¡Corre huevón!, ¡¿que haces?!, ¡los municipales están bajando!, ¡corre!”. Su instinto de supervivencia le recordó que ese costal de ropa era lo único que le quedaba para vivir, que ya habría tiempo para lo demás. La contempló por última vez, y en la duda balbuceó un poco, pero finalmente tomó fuerte su costal y corrió tratando de no desprender la mirada de sus ojos, y cruzó la avenida y ella también lo seguía con la mirada; cruzó la siguiente avenida y vió como poco a poco su silueta se iba perdiendo entre la muchedumbre, y no pudo evitar un lagrimeo, un triste pensamiento que le decía que quizá nunca más la volvería a ver. Y así fue.
...CONTINUARÁ...


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