MUERTE ES CUANTO VEMOS DESPIERTOS I

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Se acaba de levantar, pero no de despertar. Hace horas que está desvelado. Eran las cuatro de la madrugada cuando el sueño se evaporó y el pensamiento se solidificó en una substancia intangible y pétrea. La luz de la mañana franquea las aberturas de la persiana y proyecta unos puntos luminosos sobre la pared de la habitación que F. sigue a través de su mirada inquieta, con el vano intento, acaso inconsciente, de percibir un mínimo movimiento en esas marcas lumínicas. En verdad se desplazan, pero están tan inmóviles a sus ojos como el sol del que proceden. Esto es como un juego, el juego del parecer ser pero no ser. Todo es, a lo mejor, piensa F., un estúpido entremetimiento consistente en descubrir lo que hay debajo de las apariencias, una especie de patético pasatiempo que sólo sirve para que esas formas puras kantianas, esas que yo pongo a priori, tengan algo más que hacer que figurar en los textos filosóficos y estar en boca de unos cuantos académicos. Permanece de pie, desnudo y descalzo, escrutando la luz que se dibuja en la pared de la habitación, sintiendo un frío que arranca de las entrañas muertas de la tierra y que, ascendiendo hasta las plantas de sus pies, se extiende por su cuerpo como una gélida metástasis. Está vivo. Pero morirá. Un día, seguro. Moriré, luego vivo aún, se dice en su fuero interno. Vive mientras en tanto no realice el salto a ese abismo insondable que, si es algo, es el absoluto no-ser. Siente el vértigo del no-ser en sus carnes, unas carnes perecederas, corruptibles, susceptibles de un cambio insoslayable y trágico. Todo él es cambio, un cambio que al cabo es fulminado por un rayo heraclitiano. Al final todo acaba. Y tal fin no es halagüeño, sino netamente irracional. Con todo, F. sabe que no puede quedarse ahí, de pie, pensando estas cosas eternamente, porque, a pesar de todo, es un hombre, un hombre que tiene que hacer cosas para, por lo menos, pasar el tiempo y satisfacer, desde luego, la necesidad impuesta por el mismo vivir. Sea como fuere, de hoy en adelante, su forma de entender la vida, su modo de experimentarla, ha cambiado en la medida en que, por primera vez, ha sido plenamente consciente de que un día de estos dejará de existir, de ser, de vivir.

Camina por calles húmedas y repletas de gente. Todas esas personas tienen algo que hacer, no importa el qué, pero tienen que ir de aquí a allí, de allí a otro lugar y, así, durante un tiempo -en principio indeterminado-, hasta que, una tras otra, de un modo implacable, vayan a parar al mismo sumidero. F. ve futuros muertos por todas partes, en las aceras, en los pasos de peatones, conduciendo los vehículos, asomando por las ventanas de los edificios, tomando el café en los bares, comprando en los establecimientos, y... se ve a sí mismo también -se piensa a sí mismo-: es un ser vivo que camina en dirección a un sarcófago. Qué extraño, se admira, es como si me flotaran los pies al andar, es como si toda la realidad fuera una ficción onírica producto de un sueño cuyo final es lo único verdadero que hay en él. Nada tiene sentido, y, en justa consecuencia, todo da igual; esto es lo único que se puede sacar en limpio de este absurdo, interpreta F. sin darse cuenta de que atraviesa el paso de peatones en rojo. Un frenazo, aspavientos, gritos e insultos del conductor al distraído transeúnte que se ha quedado quieto como una estatua de barro en medio de la calzada, con la mirada perdida sobre el capó del coche que ruge a escasos centímetros de distancia. ¿Quieres quitarte de ahí, hijo de puta? ¿Voy a tener que bajar y darte una hostia para que reacciones?, amenaza el conductor. F. lo mira: es un hombre joven, de poco más de veinte años. Tiene el color de la vida adherido en su rostro, sus ojos rezuman vitalidad y energía, pero da igual, es simplemente otro más que morirá, inevitablemente, por mucha vida que haya en él en este momento. El joven abre la puerta del coche, está nervioso, colérico, no soporta que ese extraño tipo le haya hecho frenar de esa manera y que encima, a pesar de las amenazas, no se mueva del sitio, que esté ahí plantado sin inmutarse y echándole encima esa mirada tan intolerable en su cara. ¡Te vas a enterar, pedazo hijo de puta!, vocea el muchacho bajando del automóvil, dispuesto a arreglar el asunto con un buen puñetazo en la barbilla de ese majadero. F. observa cómo el joven conductor, fuera de sí, se baja del automóvil y cómo otro vehículo, que circula a excesiva velocidad en ese momento, se lo lleva por delante. El joven vuela por el el aire y se desploma sombre el duro asfalto a escasos centímetros de F.. Se oyen gritos y voces. La gente empieza a remolinarse en derredor del atropellado y a los pocos minutos se escuchan las sirenas de la ambulancia. F. se funde con la caterva de mirones y contempla el cadáver del chico que hace tan solo unos instantes estaba tan vivo. No siente nada, ninguna emoción, porque ese joven tenía que morir, como todos, un día u otro, nunca se sabe en esta farsa llamada vida. Al fin ha llegado la ambulancia, y tras ella la policía. F. no se queda para ver el resto, y se va del lugar, en tanto los mirones se siguen agolpando para ver un muerto, esto es, lo que cada uno de ellos será, si no es hoy, muy pronto.

 

 


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