MUERTE ES CUANTO VEMOS DESPIERTOS II

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F. llega a la plaza donde está la oficina en la que trabaja de lunes a vienes. A esa hora siempre se encuentra con un hombre de mediana edad que, apoyado en un banco de la plaza, fuma mientras lleva la mirada distraída al edificio monolítico que hay al otro lado de la calle. No se conocen, pero se tienen vistos de coincidir casi todas las mañanas en esa plaza. El hombre ha movido la cabeza y le observa. Son unos ojos pequeños, amusgados por el humo del cigarrillo, apenas la luz puede entrar por esos orificios tan insignificantes. F. escruta los diminutos ojos de aquél, quien le saluda con un gesto inane. F. no devuelve el saludo y se da la vuelta para entrar en el edificio en el que trabaja. Pulsa el botón de la quinta planta del ascensor y espera. En ese momento alguien le habla. Es una voz femenina, áspera y firme. La reconoce. Es Lidia, una compañera de la oficina, del departamento de recursos humanos. Tiene la costumbre de sonreír, por eso se le dibujan en torno de los labios unas pequeñas y crónicas arrugas. Haces una cara extraña hoy, le dice. F. asiente con la cabeza a modo de respuesta. Ella entonces se queda con la mirada congelada. Tienes sangre ahí, le advierte Lidia. Su dedo tembloroso señala el pecho de F. y éste baja la mirada para comprobar que, en efecto, tiene la camisa manchada de sangre: son puntitos rojos que salpican su camisa blanca. En este instante F. revive la escena en la que el joven conductor vuela por el el aire y se desploma sobre el asfalto emitiendo un crujido sordo. Y también ve cómo la sangre flota en el aire, como una constelación suspendida en la vacuidad del universo. Parte de esa constelación la lleva ahora impresa en la camisa. Es verdad, confirma F., tendré que volver a casa y cambiarme. ¿Pero qué te ha pasado?, pregunta Lidia, con la sonrisa barrida de su faz, ¿te has hecho daño? No, para nada, estoy bien, le contesta F. saliendo ya del edificio para volver a la plaza. Afuera todavía está el hombre que fuma. Se vuelven a mirar, pero aquél no hace esta vez ningún gesto para saludar.

Se ha duchado y se ha cambiado de ropa. Está a punto de salir de la vivienda. Acaricia con la mano el pomo de la puerta: es sólido e inhumano. Observa la mano que reposa sobre el pomo y la acaricia con la otra: es blanda y tiene también algo de inhumano. En realidad, piensa F., todo él está constituido por algo inhumano. Y precisamente eso será lo que perdurará tras su muerte, sólo eso, y nada más que eso; algo hay en él que perseverá en su ser una vez caiga en el abismo, pero, ¿para qué? ¿Cuál es el fin? Deja el pomo y decide no ir a la oficina. Se deja caer en el sofá del comedor y se queda escrutando la foto de su madre, aquella en la que sonríe como si toda ella fuera un ser feliz, en la que su pelo negro resplandece iluminado la oscuridad más negra, donde sus ojos grandes y castaños revelan el puro vivir. Ella murió hace algo más de veinte años. Y ahora él tiene la edad de su madre cuando ésta falleció. ¿Pensó ella -se pregunta F.- alguna vez en que, inevitablemente iba a morir? ¿Pensó, con la fuerza de todo su ser, en que yo, su único hijo, también iba a morir? ¿Para qué vivir y dar vida, madre, cuando al final todo es vanidad de vanidades? ¿Vale la pena, madre mía, traer a la vida a quien morirá? ¿Por qué lo hiciste? ¿Acaso me concebiste para vengar, de alguna forma contra algo o alguien, tu mortalidad? No puede apartar la mirada del feliz rostro de su madre apresado en un marco negro y expuesto en lo alto de un anaquel del comedor. Quisiera F. que ella pudiera salir de la foto resucitada, para que así le pidiera perdón por haberlo arrojado a un mundo mudable, sujeto a la generación y a la corrupción, una corrupción que de una forma obstinada lanza a todo humano a la sima del no-ser. Pero también quisiera que resucitara para abrazarla, para llorarla, para pedirle perdón por pretender de ella lo que no está al alcance de ningún ser humano, para volver a su regazo, allí donde todo es amor, y nada más que amor, donde el miedo y la soledad son tan solo hipótesis que nunca traspasan la frontera que hay entre el pensar y el ser.

 


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