De un rojo intenso.

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La forma que tenía de vestirse, de preparase para salir a la calle y poder tomar una gran bocanada de aire fresco, un suspiro que no dijese nada más que eso: aire simplemente entrando y saliendo, llegando hasta su corazón y reviviendo algún que otro recuerdo: de su país, de su hija, de su ex marido. De la vida que tenía cuando realmente vivía. Esa forma no la hacía en absoluto especial; no la diferenciaba de las demás chicas que disfrutaban en el proceso de vestirse, peinarse y maquillarse simplemente para esconder cada uno de los complejos que tenían y que, posiblemente, el mundo las haya creado.

El ritual de velas debía hacerse siempre antes de servir la copa de vino que dejará apoyada en la repisa de la bañera. Cuatro minutos de agua caliente, tres minutos de agua fría y, entre medias, más de un cuarto de gel de espuma. El ordenador ya estaba preparado con la música adecuada para aquella situación que iba a vivir. Siempre se había preocupado de su imagen, de cómo la viesen los demás (como el resto de chicas, con problemas que ni siquiera tenía pero que el mundo había gritado en forma de susurro que debía mejorar, tapar o cambiar radicalmente); por eso, aquel día también llevaba las uñas de sus manos y de sus pies pintadas de un rojo intenso, de ese que es capaz de reflejar la luz de los focos creando pequeños destellos que hacían que se viese bien. Aún más bien.

Todo estaba preparado. Poco a poco de desvistió, contemplando aquel cuerpo con formas desde hace ya unos años. Contemplando todos sus lunares. Sus imperfecciones donde la espalda ya pierde su nombre; sus imperfecciones en los muslos. Sus pechos ligeramente caídos a causa de dar el primer alimento a un ser humano que se nació de su interior. Deshizo su coleta y el pelo cayó sobre sus hombros hasta cubrir sus pezones.

Introdujo un pie en el agua. Después, el otro. El calor fue invadiendo poco a poco su cuerpo mientras ella flexionaba sus rodillas hasta quedar completamente tumbada en la bañera. Cerró los ojos. Dejó que el vapor que desprendía el agua topase con su piel y abriese sus poros. Poros que se iban a cerrar de por vida.

Un trago de vino. Otro, y otro. Otro más, hasta que la copa quedó vacía decorada por un residuo granate. La cuchilla estaba preparada para depilar sus piernas, para dejarlas suaves como la seda (o eso es lo que la prometió la dependiente que se las vendió). 

La cuchilla también estaba preparada para cortar no solo su vello, sino una vida entera de fobias, manías, felicidad y encuentros.

La cuchilla también estaba preparada para ver la sangre correr y dejar un decorado rojo en las paredes de la bañera. A juego con la última copa de vino.


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