La habitación de los espíritus.

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Uno.

 

Sobre la media noche el sueño estaba empezando a hacer mella en el protagonista de esta historia. Pero temía meterse entre los brazos de Morfeo. Le había cogido miedo a la habitación oscura; que se le venía representando desde hacía algunos días como la habitación de los espíritus.

 Eran las doce treinta. Se armó de pijama y giró la manivela.

 

Dos. 

 

Aquella habitación era la más caldeada, pues era la contigua a la sala donde tenía instalado el calefactor eléctrico, y comunicada, a través de una pequeña ventanilla que tenía abierta aquellos días de inclemencia meteorológica, con la misma. Pero, al tiempo, era una especie de trastero con cama donde campaba parafernalia de cementerio y otros objetos de tránsito hacia la muerte. Adminículos que no estaban en algún vertedero por la inercia general de tantos años de carencia grabada casi en el A.D.N. de aquella familia.

Tal circunstancia la convertía por derecho propio en la habítación de los espíritus. Había que elegir entre tal trance o pasar frío en la que venía utilizando hasta el momento de los hielos: también contigua a la del calefactor pero sin comunicación de ventana alguna. Lo que la hacía una habitación más fría.

En concreto, entre tal parafernalia, se encontraban dos cruces de madera. Una blanca de considerable tamaño y otra marrón más pequeña. También una lámina con marco historiado donde se veía un señor con barba rubia y un corazón espinado.

 

Tres.

 

Tras quince minutos sobre la cama concluyó que las cruces- sobre todo la grande- y su sueño eran incompatibles. Se levantó y las desalojó de la habitación- en otra que tenía que servía de guarida de libros. Y digo guarida porque parecían reñidos- los libros- con él desde hacía un tiempo.

Se metió entonces ufano entre las sábanas de aquella cama amplia de matrimonio- que seguía también allí, por razones de A.D.N. referidas en el apartado segundo de esta verdadera historia, desde los tiempos de sus abuelos maternos.

Pero fue también en vano.

Estaba convencido de que las cruces- sobre todo la blanca- le traían mal fario- como dicen en tierras lusas. Había que hacer una excepción en el capítulo referido al A.D.N. familiar y largar la cruz a tomar viento.

Colocóse a tal efecto el albornoz y la bufanda y unas botas de agua- también llovía- y se adentró con la cruz blanca, en mitad de la noche, con destino al contenedor de la otra punta de la calle, a los efectos de arrojarla a su fondo y no saber ya nunca más de cruces blancas.

 

Cuatro.

 

Su figura y pose resultaban espectrales. Tenía nuestro amigo un amplio albornoz blanco- a juego con la cruz- lo que junto al silbante ulular del viento y la cruz enarbolada como baluarte de cristiandad hacían de aquella noche, noche de ánimas.

Imaginó con humor la cara de sorpresa- por usar un adjetivo neutro- que pondría cualquier viandante al verle volver la esquina de aquella guisa. Pero no pasó nada. Nadie fue notario de aquellas pesquisas. Se volvía ufano- nuevamente- nuestro amigo, con mejor humor- a pesar del frío- a su casa.

Faltaban tres pasos para entrar- o cuatro- por la puerta, cuando oyó el fenomenal portazo de la puerta- hasta entonces abierta- que aquel viento propiciara, momento en el que cayó en la cuenta de que llevaba puesta la bata recia, sin bolsillos, blanca.


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