El viaje.

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—«La mirada clara, lejos, y la frente levantada…»

—Matías… —dijo su yerno con un tono entre severo y cariñoso interrumpiéndole aquella vieja  canción falangista al tiempo que esbozaba una sonrisa —cuando lleguemos allí, tenga cuidado… Quiero decir que si le oyen cantar…

—No te preocupes, Carlos—dijo el anciano mientras le devolvía la sonrisa —. Sabré guardar las apariencias.

Cinco minutos después, bajó María. Con la mirada oculta por unas enormes gafas de sol, sonreía exhibiendo una dentadura perfecta enmarcada por unos labios de color rojo carmín, un rojo tan llamativo con el de las dos franjas de su bandera.

—Hola, papá. Cariño, pon la bandera en el maletero, «porfa» —le dijo a su marido.

—¿Y los nenes?, ¿bajan ya o qué? —preguntó Carlos.

—No sé, cielo. Juan estaba en el aseo y Luis en su cuarto viendo no sé qué… bueno, tú ya sabes cómo se ponen los chicos de raros cuando están en la edad del pavo. Y si no lo sabes, vete acostumbrando porque cuando Juan tenga esa edad…

Carlos iba a echarle en cara que llevaba, al igual que su suegro, más de veinte minutos esperándolos. Pero no solo se contuvo, sino que se esforzó en sonreír mientras manoseaba el compact disc.

—Bueno, vamos a dejar estar la cosa. Por cierto, mira lo que me he traído para que no nos aburramos durante el viaje.

Se trataba de una decena de discos de Manolo Escobar; marchas militares españolas, obviamente; antologías de zarzuela; todo música nacional, patriótica, como requería aquella ocasión.

—Mira, ahí vienen esos dos—dijo María señalando a los dos muchachos que se acercaban hacia el coche, donde ellos ya se habían acomodado.

—¡Venga, hombre! ¡Que es para hoy!—les apremió Carlos.

Luis, con paso más lento, ya que, como muchos adolescentes, cuidaba hasta en su forma de andar la templanza y el aplomo de los mayores, iba detrás de su hermano pequeño. En el bolsillo derecho de su pantalón destacaba un extraño bulto con forma de cuatro círculos unidos entre sí. Matías, que reconoció enseguida qué era aquello, le dedicó una sonrisa de complicidad al tiempo que le guiñaba un ojo.

Después de depositar sus banderas en el maletero, como habían hecho los otros miembros de la familia, entraron en el Mercedes.

—Y bien, Luis, cuando te quedes sin  el palo de la bandera porque se lo hayas roto en la cabeza a algún rojo, ¿qué vas a emplear después?, ¿el puño americano? —le preguntó su abuelo con una carcajada irónica que logró que el chico se ruborizase.

Matías era pájaro viejo. En sus años mozos, muchos antes de que se pusiera de moda raparse la cabeza y lucir esvásticas tatuadas como las de su nieto, también era costumbre acudir a eventos como aquella manifestación con algún «juguete» que otro en los bolsillos. Y aunque aquellos (vergas de toro, navajas e incluso alguna que otra pistola) eran más voluminosos que aquel diminuto puño de fabricación casera, su instinto para descubrirlos, por muy insignificantes que fuesen,  era más sutil que el de un perdiguero en una cacería.

Luis, por su parte, pasó en menos de un segundo del rubor al escalofrío al prever que sus padres le pedirían explicaciones por aquel «invento» que su abuelo había descubierto con tanta sagacidad. Sin embargo, y para su alivio, la única reacción de estos, tras varios minutos de silencio, fue la de debatir sobre el restaurante donde pararían a comer.

—Por cierto, chicos, —dijo María, volviéndose hacia los asientos de atrás cuando estaban a punto de tomar la entrada a la autovía—, ¿os habéis tomado la biodramina? —Y al terminar su pregunta esbozó una sonrisa maliciosa e inquisitiva— ¿A que no? Y mirad que os lo advertí más de veinte veces: que es un viaje muy largo, que son muchas horas de coche.

—Conque no, ¿eh? —añadió Carlos con el mismo tono de falsa regañina que su mujer y sin dejar de mirar la carretera— Pues me parece, señores, que no iremos a Barcelona: iremos al norte, a apagar incendios.

 

 


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