En el restaurante. O también El viaje, segunda parte.

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Carlos ejecutó la maniobra de aparcamiento en apenas un par de volantazos. Era el único hueco que había. Y si alguien se les adelantaba, no solo perderían  el aparcamiento, sino que se quedarían sin restaurante hasta llegar a Barcelona.

Nada más detenerse el Mercedes, Luis salió disparado hacia la puerta que daba al comedor y a la barra.

—¡Mierda! —masculló el adolescente tras asomarse.

—Lleno, ¿verdad? —preguntó desde atrás Matías, cuyo oído era igual de agudo que sus dotes de observación, como pudo comprobar el muchacho cuando le descubrió el puño americano que llevaba en el bolsillo de sus vaqueros.

—¡Me voy a ca…!—susurró entre dientes Carlos.

—¡Por favor, cariño! —le interrumpió  María con fingido enfado— ¡Pero qué lengua tan cochina que se te ha vuelto!.

Dentro del establecimiento, miles de voces se confundían en un maremágnum de carcajadas, toses, peticiones de bebida, pan y otros platos. Sin embargo, desde una de las mesas una mujer de mediana edad levantó el brazo tratando de llamar la atención de  los recién llegados.

—¿Es a nosotros? —preguntó María al tiempo que señalaba a sus dos hijos, a su padre y a su marido con el índice de la mano derecha.

La mujer asintió con la cabeza.

—Ustedes también van a la manifestación, ¿verdad? —preguntó la mujer cuando la familia se acercó.

—Sí… —contestó María titubeando.

—Pues, si sólo son ustedes, y si no les importa compartir mesa con mi marido y conmigo, creo que aquí cabemos todos.

La sonrisa unánime de todos los miembros de la familia, incluido Luis que, como casi todos los adolescentes, era un poco especial,  dio lugar a que el matrimonio se levantase para que todos se organizasen en torno a la mesa.

—¡Qué casualidad, pero sobre todo, qué suerte que hemos tenido! —exclamó Matías instantes después  sonriendo mientras llenaba la copa de sus anfitriones con un vino de reserva que había pedido para obsequiarles por su amabilidad.

—Bueno, en realidad, yo creo que todos los que estamos aquí vamos al mismo sitio —dijo la mujer.

—Cosas así lo llenan a uno de orgullo por ser… —Matías dudó unos instantes antes de manifestar su patriotismo, ya que, tal y como le aconsejó su yerno, le convenía guardar las apariencias y no dar a entender que era un camisa vieja de pura casta— español —acabó diciendo casi en voz baja y lleno de gozo.

—Van a ser muchas horas —apuntó la mujer — Lo digo porque usted, a sus años…

— ¿Se refiere a la manifestación? No sé preocupe, señora —contestó Matías—; ya estoy acostumbrado: durante muchos años me he movido como pez en el agua en muchas de ellas sin que nunca me haya sentido cansado—dijo con una sonrisa maliciosa recordando sus viejos tiempos, cuando acudía a ellas con el único propósito de correr porra en mano detrás de comunistas, socialistas y anarquistas.

Los platos de jamón de reserva, de cigalas y del mejor queso manchego se sucedieron entre risas y brindis a lo largo de casi hora y cuarto hasta que, por fin,  llegó la hora del postre.

—… flan, tarta de queso, crema catalana… —dijo el camarero sin despegar la mirada de la libreta en la que anotaba las comandas recitando de memoria  los platos, como si fuese una especie de letanía.   

—¿Os apetece una crema independentista? —preguntó irónico Carlos.

—¡Venga, y un «Sant Sadurní d’Anoia» bien fresquito… y separatista! —añadió Matías aún más irónico con una sonora carcajada.

Justo cuando los labios del camarero empezaban a contraerse en un gesto de ira, Carlos le dio unas palmadas amistosas en la espalda.

—Es una broma. Tráiganos… —y cada uno pidió su correspondiente postre: un café, un cortado, una manzanilla, un helado de vainilla...

Ajeno a aquella chanza y resoplando, el empleado tomó nota con cara de pocos amigos.

—Pero qué antipático el tío… —dijo Matías mientras lo seguía con la mirada cuando se dirigía a la cocina.

—Creo que no le ha hecho mucha gracia la broma del postre. Seguro que es catalán—dedujo María con una risilla de niña traviesa.

—Por cierto, lo hemos pasado divinamente. Pero no me han dicho de dónde son ustedes—preguntó Carlos.

—Somos de Valencia—contestó el marido, un cincuentón medio calvo que por la soltura con que se expresaba y por su perenne sonrisa era probable que fuese comercial o algo similar—. Y hemos  venido en autobús junto con otros compañeros y compañeras socialistas.

—Socialistas —murmuró casi entre dientes Matías sin dejar de sonreír. Casi al mismo tiempo,  Luis acercó sus labios al oído de su abuelo mientras le agarraba por la cabeza con el brazo.

—¡Pero qué dices de un chimpancé! —contestó medio enfadado y casi dando un respingo  al  casi inaudible bisbiseo de su nieto. Luis, por su parte,  soltó un bufido por no haber sido entendido. Sin embargo, no se dio por vencido y decidió repetir el mismo cuchicheo con su padre, que no solo lo comprendió sino que le produjo una carcajada que apenas pudo disimular con la mano.

—Chicos —dijo María con su habitual tono de falsa regañina—, que secretitos en reunión…

—¿Nos disculpáis un momentito? —preguntó Carlos a la pareja de anfitriones a los que ya tuteaba como si conociera de toda la vida al tiempo que se alejaba de la mesa llevándose  a su mujer, a la que repitió al oído el mensaje de su hijo mayor.

Luis y su hermano habían sido los primeros en salir. Y María, viendo que su padre seguía sin levantarse,  fue hacia él para cogerlo del brazo y  llevárselo hacia la puerta.

—Abuelo —dijo Luis ya en el exterior del restaurante y en voz alta—, que no estaba refiriéndome a ningún chimpancé, que no he dicho «chimpa», sino «simpa», marcharnos sin pagar. Pues la cuenta la van a pagar los sociatas esos porque nosotros nos lar-ga-mos —y cada una de las tres sílabas fue acompañada con un golpe del dorso de la mano derecha sobre la izquierda.

—¡Pedazo de bribón! —exclamó Matías después de una carcajada—. No, si al final voy a ser yo el que te dé a ti con el puño americano ése en la cabeza.

 


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