Chencho, perdón, Juan que se nos ha perdido. O también, El viaje, tercera parte.

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Carlos había perdido la cuenta de las veces que había entrado y salido del Mercedes y también de las que había apagado y encendido la radio. María, en cambio, apenas había despegado la mirada de la revista que había estado ojeando durante la hora y cuarto que llevaban esperando a Matías y los chicos.

—¡A saber dónde estarán estos! —dijo Carlos—. Y conociendo a tu padre, y con lo raro que está Luis ahora, no me extrañaría que… ¡Pero tú sigue con tu Hola! Que parece que tienes  la sangre de horchata.

—¿Ya vamos a empezar a discutir como siempre? —contestó María recorriendo con su dedo índice la página para no perder el hilo de la lectura—. Parece mentira que a estas alturas no conozcas a mi padre: tú sabes mejor que yo que él se mueve como pez en el agua en estos saraos.

Carlos tomó aire, apretó los dientes, pero justo cuando iba a replicarle a su mujer dirigió toda su atención hacia dos figuras que avanzaban hacia el vehículo.

—Mira. Ahí vienen esos… ¿Pero y Juan?

Matías se acercó resoplando y azorado hacia vehículo.

—María… —dijo titubeando y a punto de llorar—Juan, Juanito… que se nos ha perdido…

—¡Pero qué dices! —contestó María que parecía como sacudida por una descarga eléctrica— ¡Ay, mi Juan! ¡Mi pequeño…!

—Bueno. —la interrumpió Carlos dando un puñetazo en el salpicadero— Vamos a salir a buscarlo. Y démonos prisa porque no falta ni una hora para que comience la manifestación.

«¡Juan, Juanito!», iban voceando cada uno de los miembros de la familia mirando hacia todas partes al tiempo que tropezaban con decenas de personas que se aprestaban  a tomar posiciones para la manifestación.

—Vamos a preguntar en esa tienda—propuso Matías señalando un kiosco que había a una decena de metros.

—Buenos días —saludó Carlos nada más entrar—. Por favor, ¿ha visto pasar por aquí a un niño de unos doce años? Es nuestro hijo Juan, que se nos ha perdido.  Iba con una bandera española…

—Pero hombre —le atajó la dependienta—, ¡Hoy hay miles de niños con banderas en esta calle!

—Vestía cazadora de piel y llevaba dos insignias: una con la bandera española y otra con el yugo y las flechas —añadió Luis.

—Hijo mío —le respondió la mujer—, y con esas insignias también hay miles de chavales.

—Permítame, señora —dijo Matías echando mano a su cartera—. En esta fotografía aparecemos los dos.

—Hum...—musitó concentrada la dependienta—… es que… Bueno, es que no se ve muy claro, ¿sabe usted? Como tienen el brazo extendido hacia delante, así como saludando, y les hace sombra en la cara…

—Es una fotografía que nos tomaron cuando fuimos a un acto de Fa… del partido. —concluyó Matías con una sonrisa.

—De todos modos, gracias, señora. —dijo Carlos con cierta sequedad pero sin perder la amabilidad—. Preguntaremos en otro sitio.

Solo faltaban veinte minutos para que arrancase la manifestación. La palma de la mano derecha de Carlos estaba pegajosa por las veces que se la había pasado por los cabellos apelmazados por la gomina.  María, aunque destrozada por la pérdida de su hijo, no se atrevía siquiera a dirigirle la mirada a su marido, pues sabía de muy buena tinta que, cuando se encontraba en ese estado, ansiaba que se produjera el mínimo gesto, la menor provocación para estallar como un volcán.

—¡Papá! —exclamó Luis señalando al frente.

Era Juan. Tras él, un hombre de unos cuarenta y cinco años, algo orondo y con bigote, sonreía al tiempo que le daba palmaditas en la espalda al chiquillo.

—¡Te voy a…! —rugió Carlos en voz baja mientras se abalanzaba dispuesto a estampar su mano derecha sobre el rostro del niño.

—¡Por favor! —le detuvo  el acompañante de su hijo— No le riña: la culpa la tengo yo. Verá, se perdió porque le pregunté por la hora de comienzo de la manifestación y su itinerario, y como no sólo se limitó a responderme, sino que me dio pelos y señales del sentido que para él y para cualquier buen español tenía este acto, se distrajo y …

Matías, orgulloso de su nieto, esbozó una sonrisa de satisfacción. María, ya tranquilizada, reparó en que aquel hombre le era familiar.

—Usted… —dijo María.

—Sí, señora —dijo el desconocido—. Soy Javier Gómez, concejal de urbanismo de Triadillas del Monte. Ayer mismo mis compañeros de corporación  y yo salimos de Soto del Real apenas tuvimos noticia del indulto. Como han podido comprobar, las aguas, las aguas del sentido común y del buen gobierno, han vuelto a su cauce.  Aquel  lío del blanqueo y de la desviación de fondos públicos que habían movido  los perroflautas esos de la oposición en nuestra contra se ha quedado en agua de borrajas.

—Gracias a Dios —añadió Matías suspirando aliviado.

—Bueno. Si no nos damos prisa, vamos a perdernos la manifestación —les apremió Carlos golpeando el reloj con el dedo.

—Por cierto —dijo María mientras caminaban— me encantaría que, al acabar, comiese con nosotros.

—Sería para mí todo un placer. Pero si no me apuro, perderé mi  avión a las Islas Seychelles. Y si me quedo aquí, en cuanto empiece a enfriarse el tema este de los catalanes…

—…la misma gentuza que les denunció a usted  y a sus compañeros —continuó Matías cariacontecido— volverá a ingeniárselas para que la gente decente, para que los españoles de orden y de ley como usted y sus compañeros de partido vuelvan otra vez  donde deberían estar esos malditos perroflautas.

 

 


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