Anabel de noche

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Un nombre se ha metido en mi cabeza y en mi corazón, Anabel. Intento seguir escribiendo pero ella me susurra al oído "habla de mi". No le hago caso pero ella sigue murmurando, sigue relatándome su historia para que yo la traspase al papel, para que la dé a conocer. "Habla de mi".

Claro que sí Anabel. ¡Empecemos!

Nos encontramos en una localidad pequeña, casi una aldea, de poco más de 100 habitantes. Allí vive Anabel, hija de agricultores, adolescente y rebelde. Al final, dos términos que van cogidos de la mano.
Anabel tiene 15 años, dejó el colegio porque, acudir al Instituto suponía dos horas de autocar. Así que decidió quedarse ayudando a sus padres en el extenuante trabajo diario.
Pero ella no está contenta, no se resigna. Quiere irse a la capital. Quiere salir con chicos de su edad, ir a bailar, reír, divertirse, tener novio.
En el pueblo es imposible. En el único bar, que está en la plaza de la iglesia, solo hay agricultores jubilados jugando al dominó o al mus. En invierno, el local cierra a las nueve pues, los parroquianos, hace rato que han huido a refugiarse al calor de sus hogares.
Para Anabel, estar encerrada en casa los interminables meses que dura el crudo invierno, es una tortura insoportable.
Todas las noches acaban con una trifulca entre ella y su madre por cualquier asunto nimio.

Con su padre no, él es como las gallinas, se levanta cuando todavía no ha amanecido, para dar de comer a los animales y se va a dormir cuando los últimos rayos de sol se pierden tras las montañas. No habla casi nunca pero con Anabel es peor. Él nunca quiso una niña. Quería dos varones que le ayudarán en las labores del campo y cuando nació la "chica", como él la llama, y, por problemas en el parto, su mujer ya no pudo tener más hijos, fue una gran decepción.
Se fue con las cabras al monte y estuvo fuera más de un mes. Al regresar estaba más huraño de lo habitual y la "chica", aún siendo un bebé todavía, pudo sentir claramente su rechazo.
Una primavera, aparecieron en el municipio unos jornaleros, de esos itinerantes. Entre ellos había un joven, Manuel. Tenía poco más de 18 años y era un chaval guapo y musculoso, consecuencia del trabajo duro.
Fue un flechazo inmediato y los chicos se volvieron inseparables los tres meses que duró la estancia de los trabajadores en el pueblo.
La vida de Anabel fue sacudida por un terremoto hasta sus cimientos. Todo dejó de ser monótono, aburrido. Realizaba sus tareas diarias con diligencia y alegría, feliz porque se acercaba el momento de encontrarse con Manuel.
Su madre estaba sorprendida pero no se atrevía a romper la fragilidad de aquella tregua, interrogando a su hija sobre el motivo de tan inesperado y agradable cambio.
Su padre... Bueno, no se sabe si no entraba en el vocabulario dedicado a la "chica", hablar sobre estas cosas o, simplemente, no se había dado cuenta.
Pero, la felicidad no se construye sobre arenas movedizas, porque dura poco, se desmorona pronto.
Un día el chico le dijo que el trabajo se había acabado y marchaban hacía su próximo destino.
El mundo se hundió bajo los pies de Anabel. ¿Qué haría ahora?. ¡Sería incapaz de volver a la rutina diaria!. ¡No podría soportar quedarse sola de nuevo!.
Y entonces le suplicó: "Llévame contigo Manuel, no me dejes, ya no podría vivir sin ti".
Él la miro y Anabel no reconoció esa mirada. Era interesada, fría. "Está bien pero, tenía pensado irme a la ciudad. No soporto más esta vida de miseria. Ahora que, si vienes conmigo tendrás que trabajar, yo no pienso mantenerte."
Por un momento sintió miedo, un miedo irracional, como si no conociera a aquel chico que le había enseñado lo que era la libertad y del que se había enamorado locamente. Pero inmediatamente descartó todo temor. Él la quería.
Huyó sin mirar atrás, sin remordimiento, sin tristeza. El hombre que amaba iba con ella y no necesitaba nada más.
Cuando llegaron a la ciudad Anabel quedó completamente deslumbrada. Tanta gente, tanta actividad, tanto bullicio. Manuel la llevo a comer a restaurantes, a bailar a discotecas hasta la madrugada, le compró una ropa preciosa.
Una noche de esas, en la que llevaban horas bailando y bebiendo, él le enseñó algo más. La cogió de la mano, se la llevó al baño y allí le mostro lo magnífica que era la cocaína.
Y la muchacha sucumbió, se dejó arrastrar a ese torbellino sin control, sin pensar, sin remordimiento.
Pero, cuando más hundida estaba en ese mundo, Manuel decidió que se había acabado. Una mañana le dijo: "Cariño, si quieres seguir con este tren de vida tendrás que pagarlo tú porque yo estoy seco". "¿Como? Manuel, no tengo dinero, ni trabajo".
"Por eso no te preocupes preciosa". Y volvió a mirarla de aquella manera desagradable, "tienes atributos suficientes para ganar pasta".
Volvieron al ambiente de la noche pero esta vez de otra manera. Ahora eran negocios. Él la arrastraba de garito en garito, la exhibía como a un trozo de carne y la vendía al mejor postor. Luego la esperaba en la puerta y le quitaba el dinero que, previamente, había pactado con el cliente. Cuando ella iniciaba un conato de protesta, él le daba una "papelina" y se acababan los reclamos.
Durante el día Anabel permanecía en la nebulosa producida por las drogas y por la noche, en un torbellino donde giraba pasando de mano en mano.
Al cabo de un año, la degradación física de la niña de 17 años era más que evidente y los clientes cada vez pagaban menos por sus servicios.
Y Manuel se cansó. Un día, cuando Anabel despertó, vio que él se había ido y se lo había llevado todo.
La bajada a los infiernos fue total y absoluta. Se arrastraba por las calles vendiéndose por cualquier cosa, un bocadillo, un porro, un cartón de vino. Dormía en los cajeros automáticos.
Y recordaba. Recordaba los prados verdes húmedos de rocío. El cambiante color de los árboles en otoño. Las llanuras rojas de las amapolas en primavera. Las nieves del invierno, vírgenes a primera hora de la mañana, cuando todavía no había sido mancillada por ninguna pisada.
Cuando, tumbada entre cartones en cualquier umbral, tenía frío y se sentía enferma, recordaba la dulce mano de su madre sobre su frente.
Pero ya era tarde. Ya no podía volver. Jamás vería otra vez su pueblo. Nunca más sentiría el abrazo de su madre.
Y una noche, cuando las bajas temperaturas habían helado el agua de las fuentes, Anabel, pérdida entre sus cartones, dejó de sentir frío y hambre.
Los trabajadores de la limpieza encontraron su cuerpo, encogido, sus ojos cerrados y una sonrisa en los labios.
Nadie supo nada más de ella. Su madre la esperó pero nunca volvió.
Nadie excepto yo. Porque Anabel se metió en mi cabeza hasta que consiguió que contara su historia.

 


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