La casa de las conchas

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En el pueblo había una calle conocida como "la calle de las conchas".
Debía su nombre a una peculiar casa muy antigua pero bien conservada gracias al empeño de los vecinos y los sucesivos alcaldes por cuidarla a lo largo de los años como uno de los monumentos del pueblo.
Causaba mucha curiosidad tanto por la cantidad y variedad de las conchas que cubrían todas sus paredes interiores y exteriores como porque a causa de la lejanía de la costa hizo volar la imaginación de los muchos habitantes que jamás conocieron el mar ni la playa.
En sus orígenes fue una casa como las demás. Una casa modesta con una planta baja donde se desarrollaba la vida diaria y un piso superior que servía como almacén para todo tipo de enseres.
Allí, antes de que vinieran los tiempos difíciles en que la tierra se secó y los animales empezaron a morir vivieron Elvira y Sebastián.
La joven Elvira estaba destinada desde su nacimiento a vivir entre sábanas de fino hilo, vestidos de seda y cuberterías de plata en la gran casona de un pueblo vecino pero al conocer a Sebastián el destino decidió reescribirse y cambiar los cuadros que adornaban las paredes de la casona por los miles de conchas que acabaron por cubrir las pobres paredes de cal de aquella casa que Elvira decidió, mucho tiempo después, convertir en tan singular lugar.

El poco tiempo en que Sebastián pudo ir a la escuela le sirvió a Don Anselmo, el cura encargado de la poca educación que los niños recibían en aquella época, para advertir las excepcionales dotes y el gusto especial que el niño tenía por el álgebra. Por eso cuando Sebastián tuvo que abandonar las clases para ir a trabajar con su padre a la casona de el pueblo vecino Don Anselmo intentó convencer a la familia para que le dejaran ingresar en la Iglesia donde él podría transmitirle sus conocimientos.
Pero la famlia no podía permitirse prescindir de él, así que el cura decidió escribir sus lecciones de álgebra con lenguaje sencillo y cuidada caligrafía para que el niño pudiera leerlas en los pocos ratos libres que tenía.
Desde antes del amaneces hasta bien entrada la noche, día tras día, Sebastián no tuvo otra opción que trabajar junto a su padre en las caballerizas de "los señoritos".

Mientras Elvira soportaba con resignación las interminables lecciones de bordado, música y canto. Nunca se interesó por ninguna de ellas excepto por la pintura. Podía pasar días enteros mezclando colores y dibujando formas en lienzos.
Esta actividad no gustaba demasiado a los padres ni hermanos de la niña, pues no se consideraba adecuada para una señorita pero ella era tenaz y pintaba por las noches, a la luz de una vela.

Una tarde de verano, sendo aún ambos muy muy jóvenes, Elvira encontró a Sebastián estudiando los papeles que Don Anselmo le llevaba los domingos después de misa.
El padre de la niña decía que los trabajadores eran unos incultos, así que ella se quedó tan sorprendida de que aquel niño pudiera entender algo que a ella le resultaba tan incomprensible que decidió escaparse todas las tardes a estudiar álgebra con él.
Tanto se acostumbró Elvira a escaparse que muchos años después, cuando ambos crecieron, decidió irse con Sebastián formando un gran escándalo en ambos pueblos.

Con los vestidos y las joyas que Elvira pudo vender consiguieron construir una pequeña casa hecha con materiales muy humildes en la época en que comenzaron las reformas en la vieja iglesia después de que un gran incendio que Don Anselmo atribuyó al mismísimo diablo arrasara con imágenes de santos y pinturas.
Todos los vecinos contribuyeron con su trabajo a que aquel lugar al que tanto querían volviera a ser como antes.
Pero tras las obras las paredes quedaron desnudas, sin rastro de lo que fueran las coloridas pinturas que antaño la adornaban.
Elvira se ofreció a devolver los colores a quellas paredes descoloridas. Le parecieron el lienzo perfecto para plasmar aquello que imaginaba mientras escuchaba las misas dominicales.
Así fue como se ganó la simpatía de los vecinos y la iglesia ganó esas coloridas pinturas de estilo indefinido que aún hoy son objeto de estudio.

Sebastian tuvo que buscar trabajo en el campo pero entonces llegó la época del desastre. El cielo se negó las cosechas y él, como muchos otros, tuvo que partir lejos para mantener a Elvira y al hijo que por entonces estaba en camino. Anduvo muchos kilómetros, recorrió muchos pueblos y finalmente tuvo que hacerse a la mar, superando el miedo a la inmensidad del océano y los terribles mareos que le producía el movimiento de aquel barco lleno de extrañas mercancías con el que recorrió medio mundo. Cada vez que el barco llegaba a una nueva playa y mientras esperaban una nueva partida Sebastián recogía conchas para Elvira. Todos los inviernos recorría de nuevo el largo camino que le llevaba al pueblo cargando con sus escasas pertenencias y el enorme tesoro de conchas que con tanto amor reunía y que después Elvira guardaba en la parte superior de la casa. Un invierno Sebastián no volvió. Nadie supo dar razón de él. El siguiente invierno tampoco apareció. Elvira se quedó sola con sus dos niños, las pinturas de la iglesia y el tesoro de conchas del desván convencida de que Sebastián, de ver tanta agua se había desorientado buscando el camino a casa. Pasó tanto tiempo que temió que si él volviera por allí no reconocería la casa y así fue como decidió utilizar las conchas como señal para que Sebastián pudiera volver, poniendo algunas alrededor de la puerta de entrada. A medida que pasaba el tiempo fue cubriendo la fachada con ellas y así, con los años, la casa quedó completamente cubierta con ellas, como un faro en medio de un pueblo rodeado de bosques, lejos del mar.

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