El amor de las putas (1ra parte)

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Le salió de adentro. Era la risa más triste que había oído jamás, y eso que ella se reía triste. De entre el hueco de los dientes le brotaba humo, como un dragón apagado. La vieja, después de reír tristemente, aplastó el cigarrillo en el cenicero metálico, pesado como el aire de ese lugar. La poca luz, el olor a whisky barato, a transpiración, daban una sensación de ahogo. Lara, como la habían bautizado al llegar allí, miraba a la vieja que no decidía terminar de reírse. La mamá vieja, como le decían en el puticlub, estaba allí desde hacía tanto que ya había perdido la noción de los años. Lara, seria, inmutable, la seguía mirando.

-¿de qué se ríe Mamá? Le digo en serio, yo me voy a ir de acá. No me voy a quedar, ¿por qué no viene conmigo?

La vieja trató de quedarse seria, pero la triste risa la venció y estalló desde su boca. Volvió a salir humo, saliva y burla. Dejó ver los pocos dientes que aún le quedaban. Al  observar la seriedad de Lara, trató de ser lo más suave posible.

-De acá no se va nadie- dijo haciendo un gesto circular con el dedo en el aire- ¿sabés a cuántas como vos  yo vi? ¿Adónde te vas a ir vos? Esto es lo único que tenemos, ¿te crees que si hubiera podido no me hubiese ido antes? Oíme…- y le tomó firme el brazo- olvídate de todo eso. Olvidate. La única forma de irse es muerta o comprada. Y casi no hay compras acá. Acordate qué te hicieron antes de que me conocieras. Y ahí eras carne fresca ¿Qué te pensás que te harán si te escapas?

En un instante, la mente de Lara se llenó de recuerdos, que transcurrían como como fotogramas que pasaban a toda velocidad: un hombre que le daba charla en la terminal de micros, ella subiendo a un auto. Telón negro, otro telón rojo. Tres hombres en una pieza y una cama. Golpes. Gritos. Más golpes. Más gritos. La ropa arrancada. Las piernas abiertas a la fuerza.  Más golpes. Humo. Alcohol. Los tres hombres se suben sobre ella. Luego otros más. Ya no puede contar. En segundos aprendió a llorar para adentro. Risas. Transpiración. Alguien la empuja hacia una mesita. A oler, a aspirar. Y otra vez la secuencia se repite. Al final le dan un tacho con agua, un jabón y una toalla. Le tiran un sándwich. Al principio ni lo miraba. Luego de unas horas era manjar de dioses. Y así pasaban los fotogramas de una película que duró tres días.

Casi muerta la recibió la Mamá Vieja. La bañó. Le curó las heridas. Estuvo a su lado todo el tiempo, encerrada en una minúscula pieza a la cual no recordaba haber llegado. La mujer le hablaba suave, tratando de convencerla. Le decía que obedezca, que lo que había pasado hasta ella lo había sufrido. Le explicaba también que lo que había sufrido, era mínimo comparado con lo que sufriría si no hacía caso. Luego de muchas horas, quizás días, un hombre entró. Le acercó un teléfono y dejaba ver el arma en la cintura. “Llama a tu casa y decí que estás bien” le dijo. Ella marcó pero no llamó a su casa. Llamó a su novio, al Marcos, el que la mandó para Buenos Aires diciendo que le había conseguido un trabajo en una casa de familia. Él la vendría a buscar. No podía llamar a su mamá ¿y si pensaba que ella se había ofrecido en ese lugar? Después de todo, pensaba Lara, ella se había dejado agarrar, era fácil pensar para quien no la vio llegar, que ella estaba ahí voluntariamente. Marcos nunca atendió. Meses después Lara entendió quién la había vendido.


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