Eso por saber (1)

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Iba pensando en la manera de hacerle contar al viejo toda la historia. Una forma eficaz y certera de que hablara con esa espontaneidad del momento en que me contó por primera vez de ella en una charla tan normal como tantas conversaciones nuestras. Y no dejaba de pensar, Magdalena, había iniciado octubre con mañanas demasiado soleadas y los aguaceros implacables después de almorzar.

Ya era mi segunda visita y esta vez no iba a regresar a casa sin saberlo. No resultaba tan fácil hacerlo contar otro de sus cuentos como llamaba lo del pasado. Era que decirle a quemarropa el nombre de Magdalena debía resultarle la cosa más incitante y se hacía el confundido. Se limitaba a dejar oír su risa parado junto a la cocina y decirme que no sabía nada de eso. Pero ahora estaba dispuesto a encontrar la manera de no regresar a la casa con las manos vacías.

Lo encontré en el patio asoleando un poco de maíz sobre costales tendidos en el suelo. Salió a la puerta a recibirme y me invitó a seguir a la cocina. La vieja, una mujer flaca y risueña como un cacareo de corral me convidó a sentarme en un banco de madera junto a la pared opuesta a la estufa. Era como si hubieran nacido con premeditado cálculo el uno para el otro, ambos bajitos como enanos, vestidos con ropa desteñida que nunca estrenaron, sus sombreros de fieltro grasientos. Me ofrecieron una taza de chocolate pero el viejo acabó diciendo que con semejante solazo resultaría mejor una totumada de chicha bien fría.

Los dos vivían solos y me extrañaba que se hubieran casado ya viejos. La anciana tenía hijos de otro matrimonio y ya era abuela de muchachas de mi edad. Del viejo sabía sólo que era tío de Magdalena, sin que esto me tuviera del todo convencido. Pero en esta misma casa la vi tantas veces. Cerca de la estufa de carbón donde hervían las ollas del almuerzo con su acostumbrado olor a sebo rancio. Las paredes y las vigas del techo negreaban de hollín semejante al negruzco de los sombreros. Pensé en los largos años de la casa, en las sandalias de Magdalena arrastrando sus pasos por estos mismos corredores. En sus mañanas asoleando ese cuerpo delgado en alguna parte del patio grande y terroso y esas columnas de madera cuadrada donde recargaba su espalda. Verdegueaban las mismas matas de toronjil y mejorana que rozaron sus faldas. Un olor a moho se escapaba de las habitaciones sombrías pintadas de cal y apenas las tocaba oía el ruido hueco de los adobes como el vago tamborileo de sus tacones acercándose por el corredor.

El viejo me dijo que lo acompañara un rato afuera, donde estaba haciendo un trabajo desde el día anterior. Lo ayudé a llevar al hombro un hacha, una barra y salimos dando un rodeo a la huerta sembrada de maíz y frijoles maduros. Llegamos a una de las cercas que colinda con la carretera. Me dijo que llevaba tres días excavando la raíz de un pino. Nos pusimos a remover la tierra para después cortar las puntas que se extendían hacia los lados. Le dije que yo picaría la tierra y él la sacara con la pala. El hueco no era muy grande por eso no podíamos trabajar ambos al tiempo. El viejo esperaba en el borde mientras removía suficiente tierra, luego bajaba a remplazarme.

--En este tronco salía a calentarse su sobrina. ¿Se acuerda de esos soles de diciembre?

El viejo asomó una risita burlona al referirme que arrancar esta raíz era una orden de su patrona.

--Siempre pensé que ella acabaría llevándosela a trabajar a Bogotá y veo que fue así.

--No señor, ella que iba a estar para eso.

--¿Y no era Bogotá lo que quería?

--Es que ella es tan orgullosa que no le cabe en la cabeza lavar un plato. Menos trabajar con mi patrona.

--No lo puedo creer.

-- Ah no me vaya a decir que no la vio pintándose las uñas como cuatro veces al día, las cejas todas raspadas y cada rato las patas encima de la butaca porque no podía quedarse un momentico sin teñirse las uñas y casi todo el día arreglándose en el espejo como si esto fuera una ciudad.

--Ahh...

--Si señor, eso le cuento.

--¿Pero ahorita que se hizo?

--Si yo le contara, don Josesito

Iba a empezar otra de sus historias mientras seguía ahondando el hueco cuando la vieja llegó a llamarnos que era la hora de ir al almuerzo. El sol desapareció opacado por una masa negruzca de nubarrones. Los tres regresamos a la casa. El anciano resultó hablándome de las tías de Magdalena, una cuñada suya, no hermana, me aclaró y me mostró con señas haberla cogido una noche en una habitación y haberle hecho de todo pero cuando se iba a detener en detalles la vieja interrumpió diciendo que iba a llover


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