Los mendozas 1

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Bueno, la primera película que vimos, Elena, Fernando, Arón y yo, en el salón, fue en 13 Tv Súper-Agente K9. Una película muy entretenida que va de un policía atípico que no puede trabajar con humanos y si con un perro “Pastor Alemán” ¡Que grande! Luego en la 2 de televisión española vimos “El Pasado” una película francesa, una tremenda historia familiar. Después a continuación ya a última hora a las doce de la noche vimos, las noticias de la 2 con Mara Torres, un informativo diferente. Arón lo criticaba todo. Harto, cansado y tedioso de escuchar a su hermana decirle ¡Cállate de una vez! Se fue a la habitación con el gesto doblado a tocar con su guitarra. Arón parecía siempre estar en otra parte. Nunca se podía saber qué estaba pensando. A veces daba la sensación que, se avergonzaba y sentía una profunda lastima cuando alguien hablaba. Él decía con frecuencia que <<Hablar tanto ya no se lleva, ha quedado anticuado, obsoleto>>. Su madre decía que era un as, un genio. Leía muchísimo, devoraba los crucigramas y componía canciones. La televisión lo ponía de los nervios; quería silencio, quería practicar con la guitarra, leía en voz alta para afinar la voz, quería cualquier cosa, menos ver la televisión <<Están forradas de dinero, las televisiones>> le decía en monumentales riñas con su hermana, a cuenta de algunos programas de televisión.

Estábamos sentados en la cocina tomándonos unos tés y fumándonos unos cigarrillos. Era de madrugada, la luz de la luna entraba por la ventana de la cocina. Cuando inesperadamente apareció la señora Mendoza con una bata fina celeste, con lamparones largos de mocos, sandalias de tacón alto. Una cola aprisionaba su graso pelo castaño. Tenía la cara chupada, flaca, llena de coloretes y los labios mal pintados. Llevaba en la mano derecha una lata de cerveza, de la marca, Cruz campo. Desprendía un fuerte olor a orina mezclado con esmalte de uñas recién aplicado. Tenía sesenta años. Parecía más joven…quizás veinticuatro minutos más joven. Tenía una depresión de tres pares de cojones. Hacía solamente un mes, su hermana se había puesto una escopeta en la garganta y se había pegado un tiro. No aguantó los enfermizos celos de su marido, creyendo siempre éste que ella le engañaba a sus espaldas, eso la hizo infeliz, y acabo pegándose un tiro. La señora Mendoza no se lavaba la cara desde que se suicido su hermana. Aquella alumbrada noche de luna llena llamó a la Cadena Ser, al programa Hablar Por Hablar y le comento a Macarena Berlín lo que había sucedido con su hermana y lo que a ella le estaba pasando en esos momentos de su vida. Le contó a Macarena Berlín, revelando un secreto que nadie sabía, que, había intentado ahorcarse colgándose de un clavo largo antiguo oxidado que tenía en el patio. Todo por culpa de la ociosidad y la tortura insoportable, decía. La presentadora del programa le dijo: <<En tu caso no sé cuál será tu debilidad, pero sí sé que de la depresión se sale…debes tener paciencia>>. La señora Mendoza se sentó en una silla con nosotros en la cocina. Elena le preparó una taza de té caliente, que le cayó en el estomago como un elixir de resurrección. De una manera u otra, Elena, su madre y yo, nadábamos en el mar de la vida, la muerte y la resurrección. Elena en silencio buscando un resquicio de consuelo, se acordó de aquella vez que salimos de fiesta a bailar y tomamos pastillas de éxtasis, llamadas “las pistolitas” y bailamos de forma descontrolada descoordinada, a veces con una actitud cariñosa y otras veces fuera de sí, más o menos igual que un futbolista cuando celebra de manera desencajada un gol o hace una falta sin sentido (es imposible que los futbolistas de alto nivel que se ve por televisión no se droguen ¡es imposible!). Aquella vez que salimos nos lo pasamos maravillosamente bien. Acabamos la fiesta yendo ya por la mañana, con el sol pegando, al Corte Inglés a la sección de azulejos y allí con caras brillosas de alegría y risas exorbitadas y viendo y percibiendo las cosas fuera de la realidad ¡que guay! Le preguntamos al dependiente que si nos podía enseñar unos azulejos no muy grandes para un supuesto e hipotético cuarto de baño imaginario, le preguntamos porque el educado dependiente se acerco decidido, nosotros íbamos ataviados con bufandas, pelucas y gafas de sol que decidimos ponernos con el colocón de éxtasis. El muchacho dependiente fue al almacén y saco unos cuantos azulejos, no pequeño como le habíamos dicho, sino grandes más bien gigantes, en ese momento a Elena le entro una risa de la que no se le podía cortar, era un ataque de risa ¡ay, qué bien lo pasamos!

<<La libertad es poder pensar, imaginar, sentir, decidir y decir que cinco y cinco son dieciocho. Si se concede esto último, todo lo demás viene sin esfuerzo>> decía arrogante y ridículamente el señor Mendoza muy a menudo, como un chiflado. Creyéndose galán de la libertad.


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