El man del saxofón

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La ventana era mi lugar favorito. Pasé años leyendo periódicos y hablando con la gente que pasaba por el andén, solo me levantaba para comer, cagar y escuchar las quejas de mis padres. Conocí a todos los vecinos, sabía a qué hora salían, que hacían y con quien lo hacían. La señora Margarita, vecina de al lado, tenía 5 gatos, 3 loros y una rata gigante que se comía la basura de toda la cuadra. Del otro lado de la calle vivía un hombre cojo que perseguía la rata agitando su bastón y perdiendo la dentadura con cada grito.  Al lado del viejo vivía un hombre que se despedía de su mujer con un beso tierno pero volvía en la tarde, cuando ella no estaba, con la prostituta de turno. Y en la sombra del árbol de nuestro patio se acostaba un obrero, se llamaba Guillermo; nunca supe si había una construcción cerca. Todo lo que pasaba en esa calle era normal para mí, nada me impresionaba. Hasta que un día la señora Margarita murió, dijeron que fue por una infección producida por excremento de rata. La verdad no me impresionó que ella muriera, tenía como 200 años y más temprano que tarde pasaría, lo que me sacó de mi fue que un hombre se mudara a esa casa justo el día después de la muerte de la señora.  Lo esperaba todo el día para verlo volver con su estuche negro, caminando como un pingüino por la carretera. Desde la ventana lo escuchaba tocar el saxofón hasta la media noche. El hecho de no conocer nada de ese hombre me atormentaba, no podía dormir pensando en lo que hacía en ese momento. Tal vez era adicto al porno de asiáticas o le gustaba hacer ejercicio para alimentar su trauma superficial. Lo cierto es que todos en la calle lo adoraban, incluyendo a mis padres que me aconsejaban con reproches ser más como él. A simple vista parecía un buen trabajador que salía temprano y llegaba tarde, tocaba un instrumento lo que le daba la imagen de alguien culto y aunque caminaba como Charles Chaplin era simpático. Parecía alguien normal, sin embargo, yo más que nadie sabía que cada ser humano en este planeta tiene algo que ocultar, algo que está mal visto o una simple rareza. Una tarde de intenso sol me senté junto a Guillermo con intención de saber más del nuevo vecino. Habló de política, el clima y lo deliciosos que eran los panes de la esquina pero cuando llegamos al tema solo dijo “¿Se murió una vieja?” Si no sabía de la existencia de Margarita mucho menos del saxofonista. Llegué a seguirlo hasta su trabajo. Se paraba en frente de un local de confecciones a tocar el saxofón, por un par de horas la gente se quedaba ahí, escuchándolo, luego abrían el local y el entraba, se sentaba en su puesto y cocía hasta la tarde. ¡No había nada mal en él! Era, era… aburrido, pero llevaba una buena vida, esa vida que mis padres insistían tanto que yo tuviera. Volví a mi casa en el metro, decepcionado por lo que encontré. Me perdí en la ventana y cuando regresé vi a una flaquita, de pelo crespo y lentes, era universitaria. Le hablé todo el camino hasta que se bajó. Volvía todos los días por la misma línea a la misma hora solo para hablarle. Les poníamos historias a las personas que iban en el tren, algunas trágicas, otras felices, de amor para las parejas, decepción amorosa para los que iban separados. El metro era el origen de las historias cotidianas. Personas que corrían para tomar el tren, que parecían desesperadas viendo su reloj cada minutos, otras que se recostaban en las paredes a chatear y se reían de un mensaje pícaro que le mandó su amante. Ella era muy observadora, casi tanto como yo. Me recomendó para un trabajo de recursos humanos en una empresa de seguridad. La veía todos los días y cuestionaba la honorable vida de los candidatos a guardias, ¿Qué más querría tener? Una noche, después de una llamada caliente con ella, me quedé relajado en la cama y recordé la ventana. Bajé, me senté al lado de ella y observé la calle silenciosa. La luz de la casa del frente se encendió, se escucharon ruidos y la mujer del vecino, en pijama, le pegaba con una maleta hasta tirarla en la carretera. Le gritaba “Perro infiel” entre otras cosas, pero repetía mucho el perro infiel. Salí de la casa para ver esa esplendida escena, aguantándome las carcajadas para no llamar la atención de la loca mujer cachona. Entonces recordé al saxofonista; las luces de su casa aún estaban prendidas y se escuchaba su saxofón pegando contra el viento. Me acerqué a la casa y lo vi sentado en un sillón, tocando su saxofón, mirando con temple una jaula en la que estaban encerrados 5 gatos con collares eléctricos en sus cuellos. No podía creer lo que veía. Con cada nota del saxofón activaba los collares que electrocutaban a los pobres felinos. Era una melodía que el pequeño hombre disfrutaba, lamentos de animales enjaulados. Me retiré de la ventana, volví a mi cama y al día siguiente renuncié a mi trabajo. 


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