Fantasmas del amor

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La casa se llenó de fantasmas. Estaba encantada. 


Fantasmas que mueven las cosas de lugar solo por hacerlo, porque pueden. Son seres habitando un mismo hogar, pero tan lejanos. Tal vez no se enteraban de que vivían en el mismo sitio, tal vez lo sabían, pero les parecía ínfimo. 
Hubo un tiempo en que pudieron haber sido exorcizados, pero prefirieron seguir el juego, un tiempo en que fueron conocidos, incluso fueron agua que se convirtió en vino, paseaban por el amplio comedor, en ocasiones utilizándolo para cuestiones que despertaban a los vecinos. Felices.


A veces los escuchaba divertirse, sin lamentos -extraño eso-. A veces, muy triste, los he visto conjurar otras apariciones mientras uno de ellos sale de casa para cumplir con la labor diaria.
El fantasma de ella, bromista y risueño en otro tiempo, es perturbadoramente bello, incluso cuando se muestra decepcionado y apático. El fantasma de él, servil y amable antes, se ha vuelto impertinente, caprichoso, pero se le nota en las ojeras la tristeza, sobre todo cuando, impotente, habla con las flores del huerto.


Antenoche los escuche hablar en paz por primera vez después de muchas discusiones encarnizadas, discusiones comunes, infundadas; acordaron la repartición de los muebles y las deudas, lastimosamente no hubo espacio en el inventario para las caricias nunca dadas, las risas que se quedaron sin resonar  por los rincones y los años prometidos en alguna tarde extraviada de juvenil  verano. El fantasma de él nunca lo hubiera insinuado, pero lo achacaba a los siete años de mala suerte por romper el espejo del baño en un arranque de pasión desatada.


Los fantasmas se transfiguraron está mañana en algún juzgado de la ciudad, fue rápido. Antes de partir se dieron un último abrazo, pensativos, quizá hubiesen querido retractarse, reconsiderarlo. Los extrañaré por aquí cuando las mariposas blancas revoloteen y no haya quien quiera atraparlas, cuando me abarque el hastío.


La casa estaba encantada, la habitaban tu fantasma y el mío.


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