Carta de un arrepentido

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 Querida madre:

¿Cómo pide que le excuse lo inexcusable?

Yo sólo estaba rezando cuando vi sus hoyuelos, helénicas hendiduras sin fondo. Me robó el alma con el primer roce de su sonrisa. Se me estremeció hasta la mirada cuando la vi aparecer, y sabe Dios que no soy hombre débil, pero se deslizaba al caminar como una sílfide, y le juro, madre, que llevaba el viento cosido a la falda.

Semanas me llevó amontonar el valor suficiente para dirigirle la palabra a aquella suerte de rosa de Venus. La esperé a la puerta de la iglesia, con el pecho henchido y la barba recién afeitada. Al verla salir la saludé y, con la voz achicada por el nudo que me ceñía la garganta, pregunté su nombre. Hablamos poco tiempo, apenas cinco minutos, pero nunca había escuchado algo tan hermoso: aquella muchacha llevaba a Euterpe bajo la lengua y dos ónices engarzados entre las pestañas. ¿Qué podía hacer yo ante el hechizo de una flor?

Los domingos se convirtieron en el único día a color de mis semanas. Día y noche pensaba en ella, madre. Me olvidé de mi propio nombre por entretenerme paladeando el suyo, perseguía su sombra en sueños y fantaseaba con enredar sus cabellos en las esquinas de mi cama. Dios me perdone, porque llegó a serme indiferente la misa. Ni siquiera escuchaba ya. Mis ojos se hundían, absortos, en la nuca nívea del objeto de mi devoción. Me imaginaba recorriendo aquella espalda con los dedos y después, preso de ansiedad, apartaba la mirada. Nuestros cinco minutos a la semana pasaron a ser los únicos momentos en los que estaba vivo. Al verla alejarse se me escabullía el aire de los pulmones y regresaba a mi letargo interior.

Las paredes de mi habitación me arrinconaban al caer la noche, y aparecía allí ella entre las brumas del insomnio, dispuesta a bendecir lo impuro con sus labios. Yo, sin embargo, nunca me atreví a teñirla de pecado. Me limitaba a rozar su rostro con la punta de los dedos. Al despuntar el alba, se desvanecía de nuevo como si de vaho estuviera hecha.

Ya no podía soportar más esta tortura de mis entrañas, madre. Así que un domingo le entregué una flor y le propuse una cita, con el corazón aleteando en mi pecho y las manos temblando de ilusión. Me rechazó, soltando una risilla hecha de nácar y mercurio, diciendo que podría ser su padre y que jamás sería capaz de verme de esa manera. Ay, mi luz cruel, en ese mismo instante sentí resquebrajarse mi cielo entero.

No quería, madre. Me poseyó el diablo, corruptor de almas inocentes, que como bien sabes induce a los hombres siempre a hacer el mal. No quise perderla, así que la quebré para sostener su recuerdo, intocable, en mi memoria. La deshilaché esa misma noche, madre, sin que ella se lo esperase: la silencié con mis manos e hice aquello por lo que hoy pido perdón a Dios. Su cuerpecillo esbelto se retorcía debajo de mí, torcido el gesto en una mueca de angustia. La traté con toda la ternura de la que fui capaz, pero ella no supo apreciarlo. Me dolió en el alma su asco y, hastiado del sufrimiento que aquella sádica muñeca se empeñaba en provocarme, enredé mis dedos en torno a su cuello de cisne. No tardé mucho en resquebrajar su piel de porcelana. Las venas, repugnantes grietas purpúreas, crecieron y reptaron hasta su mentón. Un hilillo de sangre se escabulló entre sus labios prietos y pálidos, ensuciándole la mejilla.

Era una escena hermosa. Mi flor caduca con la mirada perdida y aún temblorosa, profanada y destruida, humillada en su altiveza. Aún ahora, mientras os escribo, me aviva el pulso recordarla. Yo la amaba, madre. Permitir que cualquier otro la tocase habría sido una ofensa, un pecado.

Y aunque ahora me vea preso entre estos cuatro muros de gélida impiedad, quiero que sepáis que sólo pretendí el bien, que no fui yo sino el Diablo, o quizá Dios mismo, que viéndola ensuciar su pureza con la crueldad de menospreciarme, decidió usarme a mí como una mera marioneta para castigar sus pecados. Si amar es un delito me declaro culpable, madre. Asumiré sin queja alguna todo aquello que Dios me tenga reservado.

Espero que usted pueda entenderme.


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