Me lo dijo un ángel (acto segundo)

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Le insistí en varias ocasiones que no podíamos ir al otro pueblo, le conté del peligro que correríamos, pero parecía no escucharme, caminaba rápido, sin prestar atención a la fuerza con la que su mano envolvía mi antebrazo. A esas horas el pueblo entero dormía, bajo el arrullo de la llovizna eterna; llegamos a la iglesia y buscamos al sacerdote, lo encontramos sentado en la primer banca, en completo silencio, sin levantarse ni abrir los ojos hizo una seña para que guardáramos silencio.

Nos sentamos y contemple, por última vez, las marcas antiguas en su piel; en alguna ocasión, estando de mejor humor, me contó algunos secretos de los números:

Dios es matemático –me dijo-.

 El sacerdote terminó sus asuntos y sin voltear cuestionó:

¿Qué es la cosa?

El ángel me hizo levantarme y ordenó:

Confiésese usted.

Alejandrito –le dijo el sacerdote, volteando y mirándome tiernamente- viniendo el mandato directamente de un ángel, no puedo sino preguntarme que habrá hecho esta pequeña, pero debo recordarte que la confesión es voluntaria.

Intenta engañarme, padre –contestó el, visiblemente afectado- además, le faltan clientes últimamente, no veo filas en el pueblo pidiendo el perdón.

Ya le dije que no es mentira, el Señor que está ahora mismo observándome desde la cruz, lo sabe perfectamente –le contesté- también dijiste que éramos amigos y ahora resulta que si tienes nombre, me dijiste que no tenías uno.

Esa no es la cuestión ahora, niña –respondió, enfadado-

Entonces me atreví, le arrebate el relicario y se lo enseñe al sacerdote: dígale que usted también la conoce.

¡Hijo de Dios! creo que tu peregrinar está por terminar –le dijo el padre, prestando atención a la foto, felizmente-  si me hubieses enseñado esto antes, te hubieses ahorrado tiempo… si es ella.

Pasamos a desayunar a la parte trasera de la pequeña iglesia, ellos se sentaron en cada extremo de la mesa y a mí me dejaron al medio, conversaron largo tiempo sobre la desgracia que azotaba al pueblo vecino, el padre confirmo que sería difícil ir y volver sin correr peligro, también, le recalcó severamente, sin dejar de hacer algo para terminar con tanta maldad. Alejandro lo observó con serenidad: solo iré por ella, padre, no puedo intervenir en otros asuntos.

Estando ahí te convencerás de lo contrario –le contesto el sacerdote, luego agregó, señalando al cielo- podría ayudarte a hacer las paces con el jefe...

Salimos a la avenida, llena de autos apilados, destruidos y oxidados por las antiguas guerras y el tiempo. Lo abracé fuerte, sabía que iba a extrañarlo.

De todas maneras –le dijo- confiésela, dice muchas malas palabras.

Se hincó para estar a mi altura y pidiéndome disculpas por no creer, levantó sus manos sobre mi cabeza, hizo una oración en una lengua desconocida:

Para protegerte siempre –me aseguró, envolviéndome con sus grandes alas- ten por seguro, que cuando tu paso por este mundo terminé, yo estaré a tú lado.

Sacudió sus alas y avanzó, sin dudas.

-Aún hoy, mirando la marchitez de mi piel, lo recuerdo nítidamente, llegando en una caravana de circo, enjaulado, presentado como la mayor atracción del mundo, como un animal extinto que los antiguos llamaban tigre: fuera de su hábitat, pero con el instinto a flor de piel. Sé que lo veré pronto-.


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