HUMANOID (parte 6 de 6)

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Enviado el , clasificado en Ciencia ficción
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EPISODIO VI

TREINTA KILOGRAMOS

 

David Rogers estaba sentado en su sillón, tenía los ojos cerrados y su hogar estaba en absoluto silencio. No se había movido en más de veinticuatro horas; no necesitaba hacerlo, todos sus electrodomésticos eran comandados en forma inalámbrica.

En cuestión de segundos acomodaba la temperatura, la música y la luz ambiental. Incluso se alimentaba dando las órdenes desde el interior de su cerebro; ni siquiera necesitaba hablar.

Aquella noche estaba mirando diez programas a la vez, todo gracias a que tenía instalado el sistema operativo más moderno de su época: el Humanoid 16. Era un mundo de comodidad, un mundo al que muchos se habían acostumbrado; sobre todo David Rogers, quien a la temprana edad de treinta años padecía de una obesidad mórbida que no le permitía realizar ninguna tarea sin ayuda.

Alguien en su condición debía hacerse controlar con regularidad, y el médico le había dado la orden de colocarse un reloj monitor que midiera sus signos vitales de manera continua. Mientras el aparato atado a su abultado brazo derecho recolectaba los datos, le iba enviando correos electrónicos indicándole si su salud estaba mejorando o empeorando. Las notificaciones lo despertaban a veces, ya que se quedaba dormido con frecuencia; aunque David había alcanzado un estado en el que no había mucha diferencia entre el sueño y la vigilia.

“Su nivel de colesterol sigue siendo demasiado alto, señor Rogers”

David abrió los ojos. No le hizo caso a la información recibida y, con un pensamiento, dio la orden de inyectarse medio kilogramo de carne licuada directamente al estómago. Todo su cuerpo tembló cuando ingresó el alimento, y su grasa abdominal continuó vibrando durante varios segundos.

“Sus riñones continúan deteriorándose, señor Rogers”

David volvió a abrir los ojos. No le hizo caso a la nueva información y, con un nuevo pensamiento, dio la orden de inyectarse una crema batida de chocolate. La bebida enseguida pasó a formar parte de su torrente sanguíneo, y un chorro de saliva cayó de su labio mientras sus ojos se ponían en blanco a modo orgásmico.

“Esta semana ha bajado treinta kilogramos, señor Rogers. ¡Felicitaciones!”

Su rostro se transformó con aquella noticia, y una lágrima recorrió su inflada mejilla.

–“Bajado” –dijo con un suspiro–. No es la palabra adecuada.

Ya no pudo volver a dormir, y continuó cambiado de canal en cada uno de los múltiples programas que miraba a la vez en el interior de su cerebro.

De pronto recibió un nuevo correo con los resultados de sus signos vitales actualizados. Eran todas malas noticias a excepción de una. Al final del informe se leía otra vez la felicitación:

“La mayoría de los análisis han dado resultados negativos, pero el mayor cambio de esta semana ha sido el que haya perdido esos treinta kilogramos. Siga así y pronto alcanzará un peso saludable”

Otra lágrima recorrió su inflada mejilla.

–“Perdido” –dijo con un suspiro–. Esa es la palabra adecuada.

David se miró en el espejo que tenía enfrente, y su saturado corazón comenzó a latir con fuerza mientras respiraba con dificultad. De pronto recibió una nueva notificación:

“Su ritmo cardíaco está aumentando, señor Rogers. Si lo desea, un médico puede ir a su hogar en un tiempo estimado de tres minutos”

Los cambios en los signos vitales de Rogers se debieron a que había levantado el brazo izquierdo en un esfuerzo descomunal para sacarse el reloj monitor. Miró el artefacto y lo lanzó al suelo. Pronto recibió otro mensaje:

“Su ritmo cardíaco ha bajado a cero, señor Rogers. En cinco segundos un médico será enviado a su hogar. Si esto es un error, envíe un comunicado”

Apareció entonces un numero grande en el interior de su cerebro que tapó a los diez programas que estaba mirando a la vez:

“5”

“4”

“3”

“2”

Rogers avisó desde el interior de su mente que se trataba de un error, que aún estaba vivo. Dijo que debió sacarse el pulsómetro un momento, pero que se sentía bien.

“Una alegría que se encuentre bien, señor Rogers. Aprovecho este comunicado para felicitarlo de nuevo por haber bajado treinta kilogramos esta semana”

–“Bajado” –dijo con un suspiro–. Odio esa maldita palabra; esa no es la palabra correcta. 

Rogers miró de nuevo su reflejo en el espejo que tenía enfrente. No habría podido siquiera decir a qué se parecía, pero se sintió como un compuesto de todo lo que es impuro, indeseado, anormal y detestable. Se vio a sí mismo como una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debió haber ocultado por siempre jamás. Frente a sus ojos llenos de lágrimas estaba cicatrizando el muñón que le había quedado tras la amputación de su pierna izquierda; los médicos no habían podido salvarla, no después de tantos años de inactividad. Luego se miró la pierna derecha; estaba morada y llena de laceraciones, y pensó que no le faltaba mucho para perder otros treinta kilogramos.

 

FIN


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