El perro y el molinero

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   En la casa vecina al molino había un perro torvo y negro como el alma de su dueño, el viejo herrero, que ahora solo forjaba en su interior crueles venganzas para los que de él se burlaban cuando arrastraba su cojera borracha y amarga por las tabernas.

   Perro y amo eran un todo que se bilocaba solamente las tardes de vino y aguardiente. El resto del tiempo vivían encerrados tras aquella verja desportillada que nadie osaba traspasar. Nada ni nadie más tenía en el mundo el siniestro viejo. Y aunque a veces, transido de ira y rencor, le apaleaba para desahogarse, todos sabían que le quería como si de un hijo se tratase.

   El maldito perro, tan atormentado como su amo, pasaba las noches gruñendo, ladrando y aullando con su voz ronca y quebrada, hasta tal punto que el molinero no podía conciliar el sueño ni descansar su espíritu sometido a aquel ruido infernal. Desesperado, una noche de tormenta descolgó la oxidada escopeta de su padre y salió a la calle dispuesto a terminar con la tortura. Hacía muchos años que no disparaba, no era amigo de cazas ni monterías. Pero había rebuscado hasta encontrar un par de cartuchos y los había cargado en los dos cañones.

   Al acercarse a la verja retorcida de la casa de su vecino le sobresaltó el rostro salvaje del perro que, alzándose sobre las patas traseras casi escupió los espumarajos rabiosos de su boca a la cara ojerosa y atemorizada del hombre. En ese momento, el molinero, aprovechando un trueno largo y horrísono, disparó sin pensarlo dos veces a la boca monstruosa y feroz del engendro. Las dos cargas de posta lobera reventaron la cabeza de la bestia como si de un fruto podrido se tratase, pero durante un instante fugaz y espantoso, el desesperado vecino creyó ver cómo los ojos diabólicos del perro se encendían en llamas antes de caer al abismo de la muerte camino del infierno.

   Nadie escuchó el doble disparo. El crujido brutal del rayo cercano, que partió en dos el roble de la ermita de San Esteban, lo enmascaró. El hombre, tembloroso, bajó el arma humeante y se fue a su casa como un sonámbulo. Cayó en la cama y durmió como un tronco durante dos días con sus noches.

   Le despertaron unos golpes furiosos en su puerta de madrugada. Al abrirla se encontró a su vecino poseído por la ira, con los ojos hundidos y una mirada asesina y helada. Un hilo de voz silabeada con saña destilada surgió de aquella garganta castigada por el tabaco y los años.

-  Maldito bastardo comegachas, tú has matado a mi perro. Pero no te preocupes…cuando anoche vino a visitarme aullando y gimiendo, le mandé a esperarte a los pies de tu cama. No tendrás paz, no dormirás una sola noche sin que sus ojos encendidos te vigilen esperando el momento de tu muerte para tomarse cumplida venganza. Tu alma nunca llegará más allá de las paredes de tu casa, porque él jamás permitirá que escapes.

   Y diciendo esto soltó una carcajada espantosa mostrando sus cuatro dientes amarillos y se alejó cojeando.

   El pobre molinero, petrificado de espanto, tardó un rato en recuperar el movimiento. Al fin pudo cerrar la puerta y se volvió. Su casa le pareció un lugar aterrador y, mirando hacia la escalera que subía a su dormitorio, un escalofrío le recorrió el espinazo. Haciendo acopio de valor se dirigió hacia ella y comenzó a ascender, escalón a escalón, entre la penumbra que la vela de su mesilla de noche apenas aclaraba. Entró en su humilde cuarto. Nada extraño. Se pasó la mano por la frente y trató de animarse. Solo es un viejo loco, no hagas caso, se dijo. Se vistió y se puso a trabajar.

   Esa noche, al terminar su cena, el molinero subió a su habitación con el candil. Todo estaba tranquilo. Se desvistió y se sentó en la cama estirándose y bostezando. En ese momento le pareció que dos brasas de la chimenea que calentaba la estancia saltaban hacia la cama envueltas en una sombra negra y enorme. Un rugido de otro mundo acompañaba el aterrador ataque. El espectro poseído del perro se abalanzó sobre sus piernas para destrozarlas entre las fauces babeantes. Entre gritos de pánico descontrolado, el desgraciado trató de huir, pero fue incapaz de hacer otra cosa que patalear y agitar los brazos.

   Pasado el primer instante de horror, se dio cuenta de que el monstruo no dejaba de ser un espectro que no podía dañarlo más que en su ánimo, pues las dentelladas se perdían en el éter aun habiendo atravesado su carne y sus huesos. No podía herirlo, no podía morderlo. Pero sí perseguirlo y tratar de destrozarlo en un frenesí de rabia, odio y ferocidad frustrada hasta que, jadeando, se tumbó a los pies de la cama clavando en él sus ojos de fuego.

   Pasado un rato la sombra y las dos ascuas malévolas se fueron diluyendo en la nada y ya no pudo verlas. Subido de pie sobre la cama y pegado a la pared, con los ojos dilatados, boqueando como un pez para poder respirar, el molinero se desplomó al fin sobre el colchón y lloró con la desesperación del condenado. Ya no veía a su infernal guardián, pero sabía que seguía ahí…acechando en la oscuridad. Y que ya nunca podría librarse de él.


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