Lágrimas ácidas

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LÁGRIMAS ÁCIDAS

           Llovía mucho la tarde en que ella cerró para siempre la puerta que vinculaba nuestras vidas. ¡Vaya si llovía! El martilleo de las gotas al morir sobre el asfalto provocaba un rumor incesante y sordo que se superponía, ahogándolo, sobre cualquier otro sonido. Aún tengo ese estruendo grabado dentro de mi cerebro. De hecho, el recuerdo de ella y la lluvia han estado desde entonces plenamente sindicados en mi mente, hasta el punto que cuando veo o escucho llover, lo asocio a ella, a su marcha, y su recuerdo aparece de este modo enmarcando un paisaje lluvioso.

           Esa es asimismo la causa de que la lluvia me entristezca sobremanera. Resulta inevitable. La lluvia ha sido, desde que se marchó ella, un reclamo para la melancolía, un transmisor que me oprime el alma con su humedad rebosante de añoranzas. Poco importa que fuese consciente de que, tarde o temprano, ella tendría que marcharse, que nuestra relación no era viable y estaba abocada a un final traumático, a la ruptura definitiva, al adiós sin posibilidad alguna de redención ni marcha atrás. Eso daba en el fondo igual. Dolió de igual forma. ¡Y cómo dolió! ¡Y cómo sigue doliendo! Su marcha me dejó agrietado el corazón, como si sobre él hubiese pasado un arado de penetrantes púas. Sentí que me lo arrancaban. Y así sucedió en cierto modo, porque mi corazón se fue en realidad con ella, dejando en mi interior un vacío que seguramente nadie podrá volver a llenar.

           Ella se fue sin mirar atrás. ¿Para qué iba a hacerlo? ¿Para sufrir más? ¿Para que ambos sufriésemos más? Era mejor así, abrir la puerta e irse sin adioses, sabedores de que habíamos vivido algo mágico e imperecedero, una experiencia única, apoteósica, sublime, pero que la aventura tocaba a su fin, irremediablemente, y no merecía la pena enturbiarla con duelos y llantos, por más que no hubiese forma humana de evitar que estos se desparramaran por dentro.

           Lágrimas internas, ácidas como el vitriolo; de esas derramé muchas, sí, interminables veneros que anegaron mis entrañas e inocularon en ellas el sañudo virus del que se alimenta la nostalgia. Pero por fuera no lloré, ninguna lágrima bañó mis mejillas cuando ella se dio la vuelta para definitivamente alejarse de mi lado; tan solo la lluvia, inmutable, persistente, fría, empapó mi piel. Por eso, ya digo, me resultan tristes desde entonces los días de lluvia, no en vano me hacen revivir el sombrío momento de su marcha… Aunque al propio tiempo también me agradan, porque en cierto modo me traen su propio recuerdo, el recuerdo de su olor a celindas, del sabor salado de su piel, de la humedad de su boca.

           Y así, cada vez que llueve me quedo embebecido mirando el agua caer y escuchando su amortiguado sonido al morir sobre la tierra, y entonces se me desboca la nostalgia y cientos de recuerdos se vuelcan sobre mí, recuerdos que hieren, incluso los recuerdos alegres hieren, porque al fin y al cabo evocan momentos que ya no volveré a repetir, por eso duelen… Recuerdo el brillo verde de sus ojos, su piel blanca como la luna, su risa de terciopelo. ¡La recuerdo tanto! Y su recuerdo me hace llorar, llorar por dentro, lágrimas ácidas, las que más afligen…, lágrimas ácidas como el vitriolo.


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