El escribidor - Parte 1

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Se sentaba allí, en ese rinconcito que ha vuelto a ser ocupado por la suciedad de las palomas. Llegó un día con su maletín de boticario antiguo. Con ayuda del chofer bajó la mesita y el banco de madera, los acomodó y limpió con un cuidado de viejo precavido. Antes de sentarse sacó de su maletín un anuncio colorido y lo colocó sobre la mesa: SE ESCRIBEN CARTAS DE AMOR. SIN COSTO.

Al principio solo eran dos o tres curiosos los que se acercaban, pero dos meses después la fila era tan larga que llegaba a medio atrio.

El sacerdote –un hombre famoso por haber vencido al mismísimo mal en las faldas de los volcanes – se dio cuenta del potencial que tenía aquel dinosaurio del amor y se le reveló sin pudor: puede seguir escribiendo, todas las cartas que quiera, pero con la condición de que el solicitante debe estar confesado, además de una contribución significativa de un centavo, para compensar el gasto en certificados de confesión.

-El amor es tan ajeno al dinero que ponerle un precio es pecado –dijo el escribidor, inspirado-, no puedo cobrar por esto.

No hay cartas, entonces –dijo el sacerdote-.

-No hay cartas, entonces -confirmo el escribidor-.

Volvió a casa con la mesita y el banco a cuestas. Se afeitó la barba de lija y cenó amargamente, acompañado por la derrota.

Se acostó, pero la rabia le ganaba al sueño, se reprochó su falta de argucia verbal y al final no pudo reprimirse, le gano el llanto. Lloró por la soledad de otro día sin ella y por no poder cumplir su promesa. Cerca de la medianoche y, tal como le enseño su esposa, cerró los ojos, - si no hay por dónde salgan las lágrimas, uno deja de llorar-, decía.

Apareció ella entonces, en un campo inmenso de hortensias fluorescentes y elefantes voladores que regaban las flores. Intentó acercarse y ella le hizo un alto con la mano, sacó de su abrigo un par de aretes en forma de libros y se los mostró. El escribidor quiso avanzar nuevamente, para prendarse a ella y quedarse ahí, dormidito para siempre en el mundo de los nuestros y despiertito para siempre en el mundo de los ellos, pero a cada paso se hundía en una especie de magma tibia y luminosa que olía a ella. Empezó a llorar también en el sueño, hundiéndose más intentando alcanzarla… ¿Por qué me dejaste solo? –preguntó-.

Ella solo sonrió con una paz inacabable y el escribidor despertó aun llorando.


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