El escribidor - Parte 2 (Última)

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1

Puntual, a las ocho de la mañana, el escribidor se apersonó en la casa de empeños. Entró y se paró frente al mostrador, sacó del bolsillo interno del abrigo una cajita de cristal cortado en forma de diamante y la colocó frente al empleado.

¿Cuánto me dan por esto? –preguntó serenamente-.

El empleado miró las joyas y echó la cabeza para atrás en un movimiento involuntario, los ojos bien abiertos; devolvió el saludo y llamó al gerente. Intercambiaron impresiones mudas y pidieron al escribidor dos minutos. Él los observaba a través del cristal polvoso, no perdió detalle de la exquisitez con la que examinaron el juego de aretes y collar, cómo niños con caramelos de rubí.

-No había visto algo así en muchos años –murmuró el gerente, entablando una conversación desde el otro lado. Alzó la mirada y se encontró con unos ojos de melanina gris.

¿De quién eran, señor? –preguntó interesado.

De mi esposa -confirmó el escribidor-. Anoche me pidió que viniera y…

-¿Ella está en casa? –insistió el gerente-.

No. Ella no está aquí. Fue en un sueño que no tendría problema en contarle, pero tengo prisa, por favor no piense que es una descortesía.

¡Perdone usted! –dijo avergonzado el gerente- . También tiene posibilidad de empeñarlos solamente, tal vez sea una falta de respeto para la memoria de su esposa si los compramos. A no ser que haya algo malo con su posición actual…

Si se refiere a mi economía, todo está bien, joven –contestó el escribidor sonriendo, las dedos entrelazados sobre el mostrador y esquivando la mirada-. No soy un desahuciado monetario, son promesas. Deben cumplirse.

 

- Diez minutos después, el escribidor salió a encontrarse con el sol perezoso que empezaba a reclamar la acera. Eran las ocho diecisiete, ante merídiem. Hacía frío.

 

 2

No estaba seguro sobre el significado del sueño, pero en todo caso, sé que eso quisiste decirme, así que lo confieso: vendí las joyas de la boda para costear el papel de los recibos de confesión – la pensión daba solo para el papel de las cartas, y haber reducido el tamaño de los escritos solo para satisfacer el deseo de un sacerdote cabrón, me pareció poco honorable-.

Si me equivoqué, no me lo hagas saber… es más romántico creer que de esa manera quisiste contribuir a mi nueva profesión de Cupido septuagenario.

Hay viejos y viejitos –dijiste alguna vez, en tu particular alquimia verbal – la diferencia es el olor, pero sobre todo, la tristeza infantil que les habita en los ojos.

Pues eso, me declaro viejito entonces, por la tristeza inherente a tu partida y por lo notorio que se me ha vuelto ese olor qué describiste con una claridad soberbia.

Escribo esto ya que hoy me atreví a ver de frente a ese tipo que en incontables ocasiones te prometió ser escritor de amores, el mismo torpe bailarín de boleros y ocurrencias de amante tímido, tu lavaplatos costeable y sobre todo, tu eterno enamorado.

Escribo esto para confirmar tu habitar constante en todos los pasos dados y en todas las decisiones tomadas, incluso en aquellas que por su naturaleza pudiesen parecer no fundamentales.

Escribo esto mordiendo el silencio, para nombrarte en esta batalla feroz sin el calor de tu voz.

Los muchachos me esperan y el coche debe estar por llegar. Pasa un buen día, amor mío.

               

   -El escribidor pidió ayuda para subir su mesita y el banco al coche, cogió su maletín de boticario antiguo y partió. - Haremos una parada en la calle de los papeleros –, dijo al conductor, mirándolo a través del retrovisor. Tenía una luz diferente en el rostro-.

Cerca de las nueve de la mañana llegó al templo. Tocó la puerta y cómo si estuviese esperándolo desde siempre, abrió el sacerdote.

Bueno –dijo el escribidor, muy seguro de sí mismo-. ¿Dónde le pongo el papel para los recibos de confesión?


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