Un bonito carro del cuarenta y seis

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En diciembre de mil ochocientos cuarenta y seis, en una mañana que daba miedo, salió a la calle un hombre, uno de esos ya hechos y derechos. En una mano llevaba su maletín, una cosa nada flexible y más bien rígida de aspecto importante. En la cara traía unos labios como despintados y delgados, como a punto de desaparecer. Caminó hasta su auto, un bonito carro del año, del cuarenta y seis claro, que otro año. Lo puso en marcha, y mientras tanto encendió un cigarro. Esto le dio un aspecto más lúgubre a su rostro. Y pues condujo. En todo el trayecto se mantuvo concentrado en el camino, y solamente desvió su mirada dos segundos del camino, cuando por una banqueta, la del lado derecho, pasaba una mujer, paseando con un perrito, y que parecía que iba a tener un buen día.

   El hombre llegó a un edificio de pocos pisos, muchas ventanas y situado en una colonia agradable donde parecía que todos se conocían y se saludaban afablemente. En la entrada lo recibió una secretaria, que lo condujo con el secretario, que lo condujo con el jefe inmediato. La secretaria era una mujer esbelta y de un metro cincuenta de altura, aunque siempre parecía mas alta porque le encantaba usar zapatos de tacón. Esta secretaria tenía como muchas otras mujeres sueños e ideas a corto plazo que le gustaría poner en marcha. Pero siempre inventaba una escusa para no hacerlas porque al fin y al cabo, creía ella, nada ganaba en cumplirlas, porque muchas de sus ideas era tan imposibles, que prefería sólo pensar en ellas, imaginarse haciéndolas, y seguir con su empleo que de igual manera la satisfacía y le daba algo así como la felicidad. Aunque bien pensado, ella nunca lo había llamado de esa forma. La felicidad era un termino tan ambiguo y que abarcaba tantas facetas diferentes de la vida, que adjudicarlo a una sola idea era una cosa de barbaros.

   El jefe inmediato saludó al hombre con un apretón de manos enérgico y lleno de seguridad en si mismo, que hasta el jefe inmediato pensó que estaba en el lugar correcto, desempeñando el cargo que correspondía con su personalidad segura y de triunfador. Entonces lo invitó a tomar asiento y el hombre se sentó en una silla de madera forrada de piel, y cruzó una de sus piernas sobre la otra.

  —Ya está —dijo el jefe inmediato. Luego, de uno de los cajones de su escritorio sacó un paquete de cigarros, de una marca cualquiera, le ofreció uno al hombre y los dos se pusieron a fumar como si les urgiera encender, ya, el próximo cigarro.

  —Si, ya está —dijo el hombre, mientras sus diminutos labios expulsaban el humo macilento del cigarro. Entonces el hombre se puso a mirar dos minutos su maletín, y el jefe inmediato giró su silla hacia la ventana (porque no hay nada mas literario que mirar hacia una ventana y hacer como que se ve algo. Quizás la ventana es un portal que nos lleva a esas aguas desconocidas del subconsciente, y a través de ella nos vemos mas claros, mas puros, como salidos de un baño reparador o algo).  Y siguiendo el orden de los sucesos, el hombre abrió su maletín y se puso a revisar los papeles. Varias eran cartas escritas por él, que enviaría en los siguientes días, pero entro todo el papeleo había otras dos hojas redactadas por un notario en las que se especificaba el traspaso de vienes del dueño a la otra persona, y esa otra persona era el jefe inmediato que para entonces ya había dejado de ver por la ventana y miraba cómo el hombre ese rebuscaba en su maletín.

  —Aquí tiene —dijo el hombre, estirando la mano para entregarle los documentos al jefe inmediato.

  —¿esto es todo? —dijo el jefe inmediato, aplastando el resto del cigarro contra el fondo del cenicero de cristal que estaba sobre su escritorio.

  Sí eso era todo, y el hombre se levantó y volvieron a estrecharse las manos y el hombre bajó hasta su carro, un bonito carro del año, color vino tinto, del cuarenta y seis. Y antes de arrancar para volver a su casa, se quedó ahí sentado en su coche, mirando por el parabrisas cómo el cielo era azul y como por extraño que pareciera no había nubes, mientras tanto encendió otro cigarrillo, que desprendió unos pedazos de tabaco encendidos y quemó el asiento de su carro, dejando un agujerito café. Y eso fue todo lo que sucedió aquella mañana que daba miedo de diciembre del cuarenta y seis.   


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