La muñeca Rota (Parte 2)

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Su primera reacción fue levantar el fusil y disparar pero, quien sabe porque, a duras penas contuvo su instinto asesino.

Se quedaron allí, petrificados, mirándose el uno al otro. Él pensaba que podía tener entre siete y once pero en sus años de guerra había podido ver seres humanos tan deteriorados que a pesar de tener un par de décadas parecían niños de corta edad, por la malnutrición, por el desgaste, por la amargura.

Fue ella quien tomó la iniciativa y lentamente comenzó a acortar la distancia. Él levantó el fusil y tensó el dedo en el gatillo, ahora sí dispararía, un paso más y…

Apoyó su frente en el caño del fusil sin apartar la mirada de los ojos del soldado, quizás quería que él apretara el gatillo, quizás quería terminar con la miseria que significaba su vida.

Pero no ocurrió nada…

Estaba semidesnuda, tan solo cubría sus partes púdicas un trapo sucio mal anudado. Él bajó el arma y el caño del fusil golpeó el suelo con ruido sordo. Ella tendió su mano y tomó la del soldado, algo cambió para siempre en el hombre al primer contacto. No había palabras, solo miradas, esas miradas que hermanan en la tragedia. Sus dedos increíblemente flacos tomaron contacto con la mano rústica, callosa, enorme y fuerte. Con sus apenas metro veinte empujaba al fornido guerrero hacia delante mientras el pensaba, fiel a su naturaleza, que podía estar llevándolo a una trampa. Sin embargo, en su fuero íntimo algo lo tranquilizaba, lo llenaba de paz, de confianza. Fue así que sin darse cuenta dejó atrás casco y fusil y comenzó a caminar guiado por la niña hacia donde ella quisiera llevarlo como presa de un misterioso ensalmo.

Se detuvieron frente a una vivienda milagrosamente en pie, con solo algunos rastros de metralla y balas de fusil. Una fornida puerta de roble guardaba el interior. La niña lo miró muy desde abajo, el comprendió. De una potente patada derribó la puerta y ambos ingresaron, la niña primero, despreocupada, desafiante, él, con el sigilo del soldado que habitaba en su interior.

Ella se movía con absoluta seguridad, aún en la semipenumbra reinante, como si conociera cada centímetro cuadrado de cada ambiente de la casa, el se movía con la lentitud resultante del desconcierto y la ignorancia. La vio acuclillarse en un rincón y la oyó suspirar, se acercó para ver que era lo que atraía su atención.

Era un cadáver.

Tenía varias semanas y era una mujer. De los ojos de la niña caían serenas lágrimas que trazaban surcos en la mugre del rostro. No había sonidos ni muecas de pena, solo lágrimas cayendo de unos ojos serenos en el marco de un rostro inexpresivo. La muerta tenía un orificio en la frente, perfectamente en el medio. Una ejecución. Una cobarde y seguramente innecesaria ejecución. Él se quedó de pie junto a ella, más al cabo de pocos segundos se puso de pie y lo volvió a tomar de la mano. Lo condujo en la oscuridad hasta una estancia donde reinaba una tenue claridad, la ausencia de muebles era absoluta y el piso era de madera burda y sin tratar. Se paró en el rincón Este y señaló hacia abajo, él se percató, al inclinarse en el lugar por ella señalado, de que estaba ante una compuerta en el piso, una puerta trampa. Se lamentó de no tener su fusil, no sabía que guardaba la compuerta en su interior. Se le pasó por la mente volver a buscarlo pero…¿qué más daba?.

Se incorporó y de una patada pulverizó la compuerta. Luego se arrojó en el oscuro cuadro negro descubierto. Sus pies encontraron el suelo rápidamente y una densa oscuridad lo envolvió. Se quedó inmóvil, expectante, atento al más mínimo ruido, al más insignificante movimiento. Pero no pasó nada y lentamente fue poniéndose de pie. Miró hacia arriba y vio que ella le tendía los brazos, la tomó y la bajó...era tan liviana. Rápidamente ella se dirigió hacia un lugar y volvió con un farol a combustible y fósforos, el encendió el farol. Lo que vio a continuación lo interpretó como si hubiera estado escrito en un papel.

En el suelo había cuatro cadáveres, tres militares y un civil… y una pequeña abertura al exterior, tan pequeña que solo un cuerpo menudo podía atravesarla. Había evidentes señales de lucha. El civil aún portaba el arma con que había matado a los militares, era un fusil como el suyo, al igual que los uniformes que vestían los militares.

Eran de su bando, compatriotas.

Una enervante vergüenza le atenazó la garganta, y el amargante sentimiento de la decepción le estrujó el alma. Ella mientras tanto se acercó a su padre y se agachó junto a él, como había hecho con su madre. Le dedicó la misma cantidad de lágrimas y de la misma manera, como si fuera en vano de alguna otra, como si no hubiera algo más…

Lo volvió a tomar de la mano y, farol en alto, se vio conducido hacia una puerta empotrada en la pared, ella se la señaló.

Era una despensa.

Dentro había alimentos tipo fiambre y varios toneles de agua. Sintió sus tripas retorcerse de ansiedad emitiendo un notable gruñido y su boca clamar por humedad. Sin embargo examinó cuidadosamente cada alimento y cada tonel de líquido. Todo parecía en perfecto estado, cada cosa sabiamente elaborada y prolijamente conservada.

La guerra tiene estas cosas.

Con un cuchillo (¿dónde estaba el suyo?) presente en la alacena cortó finas y pequeñas fetas de un jamón colgado de un travesaño y se las fue dando pausadamente, dosificando cada bocado, a la niña que devoraba con una avidez animal. También le ofrecía breves tragos de agua. Cada tanto se metía también algo él en la boca y pegaba un breve trago al jarro que, al igual que el cuchillo, había encontrado en la alacena. No debían atiborrarse, podían enfermar. Debían darle tiempo a ambos aparatos digestivos para que entendieran que el largo período de ocio había llegado a su fin, al menos por ahora.

La lentitud de la ingesta les llevó horas pero al fin estuvieron plenos. Luego el metió en una bolsa hallada en el lugar toda la comida y bebida que pudo y salieron del sótano. Caminaban lentamente, aún en el interior de la vivienda, cuando ella súbitamente se lanzó a la carrera y se desapareció en el vano de una puerta. Él la siguió igualando el paso. Terminó en un baño que, milagrosamente, aún tenía agua. Ella se sacó toda la ropa, abrió la ducha y se metió debajo con una indescriptible sonrisa de satisfacción, él se retiró prudente pero ansiando que la niña terminara cuanto antes para imitarla.

 


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