Alvarito, el Rey del Swing

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ALVARITO, EL REY DEL SWING

Alvarito tiene un pie en la tumba pero aún no le han quitado el ito. Tiene una colección de mecheros en su casa en la playa aunque ya no fume desde hace añitos. Todo el mundo que le conoce sabe qué regalarle sin miedo a fallar. Una estantería larga y fina de madera de pino cobija su preciado tesoro. Mecheros enormes, mecheros minúsculos, chisqueiros de cuerda, mecheros del Atleti y del Dépor, mecheros con forma de pistola, con linterna, mecheros guarros que proyectan chicas en bikini al pulsar un botoncito. Cuándo lleva alguna visita a casa lo primero que hace es mostrar orgulloso, a pecho hinchado, su pequeño museo. Después, casi con toda probabilidad, cogerá el mechero-pistola y apuntará al invitado exigiendo que levante las manos mientras sonría con inseguridad mostrando los dientes supervivientes de color ámbar. La broma será repetida una y otra vez, incluso con aquellos que le visiten regularmente, quienes forzarán una sonrisa compasiva.

Trece años tenía. Las banderolas de colores, las luces y el futbolín del bar Tres tragos. La orquesta tocaba salsas y la alegría general invitaba a disfrutar del aquí y ahora. El señor Juan, dueño de la tienda dónde se vendía el pan que olía a anís, bailaba con su señora hasta que se sentó en la terraza del bar a reposar y recargar energías. Su sobrino giraba los mandos del futbolín con otros muchachos del pueblo.

-¡Muchachos! Siéntense aquí, hombre. Tomaros una cervecita aquí conmigo.

-Ya vamos ahora tío, dos bolas nos quedan para acabar con estos maletas.

Dos bolas después, Alvarito y los chavales se sentaron junto al tío Juan, que pidió para todos unos botellines de cerveza. Sabor amargo. Y una canción tocó la orquesta que era diferente a todo lo que el chico había oído antes que le atrapó.

Desde aquella melodía, se obsesionaría con el swing y se le encontraría en la biblioteca pública de la capital insular hojeando libros para aprender sobre los orígenes, la historia, los bailes, etc. Y así se graduó a sí mismo bailando swing en los garitos por la noche tras la jornada laboral en la caja de ahorros. Así conocería un estado similar a la felicidad entre copas, bailes y el amor de la quiosquera dónde compraba el tabaco y los mecheros, que perdía con sorprendente frecuencia.  

           El tiempo, inmisericorde, lo vio erigirse como El Rey del Swing y alma de la fiesta en los bares. Luego cayó. Cuando se quiso dar cuenta no soportaba una mañana si no metía en el cuerpo unas “manzanillas”. Y cayó sin poder frenar. La quiosquera se esfumó, el trabajo fue duro de mantener. Los amigos desparecieron en un abrir y cerrar de cortinas. Y copa tras copa llegó a hablar con Dios en el hospital y volver, pero tocado.

           Ahora no toma ni café descafeinado y se pasa los días caminando descalzo por el pueblito de playa de paredes blancas o buceando para observar los peces de colores, las fulas y los meros.

           Cuándo está triste por las noches sale fuera y se sienta en el paseo. El fresco le despeja la cabeza. El ruido del mar le calma y pacifica su interior pero, a veces, sólo a veces, mira el mar y se imagina un inmenso depósito de alcoholes varios del que sale, como una ballena al saltar, una figura dorada de sí mismo bailando swing sobre las olas.


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