Cuidando a mi sobrina huérfana 1

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Cuando me enteré de que mi hermano había fallecido, no supe cómo reaccionar. Teníamos el mismo padre, pero él fue producto de una relación anterior, cuando todavía no se conocía con mi madre.

Por celos y desconfianza, mamá nunca había permitido que José forme parte de nuestra familia. Yo, si bien estaba consciente de que teníamos la misma sangre, no albergaba los sentimientos que deberían tener los hermanos. Para mí, era más bien, un primo, o un tío más, al que veía un par de veces al año.

No es que me llevara mal con él. Al contrario, tengo gratos recuerdos suyos. Como me llevaba diez años, solía contarme cosas que siendo chico no conocía. Fue el primero en mostrarme una mujer desnuda en una revista porno. Recuerdo que al ver el sexo femenino, totalmente expuesto, me causó una sensación desagradable, aunque, claro, con el tiempo fui comprendiendo las bondades de la vagina.

Pero luego nos fuimos distanciando. Él, ya adulto, se había mudado lejos, y había formado una familia. Estaba casado con una mujer muy linda, y cuando yo rondaba los quince conocí a su hija, una nena de dos años que le encantaba que le alce upa.

Pero la noticia de su fallecimiento me llegó a mis treinta y un años, hecho un profesional, con varias separaciones en mi haber, por lo que, en lugar de abatirme por saberlo, sólo me limité a caer en recuerdos nostálgicos que no llegaban a entristecerme del todo.

Sin embargo, todo tiene sus consecuencias, y cuando mi hermano dejó de existir, sin saberlo, fue el responsable de hacerme experimentar una de las experiencias más pasionales y morbosas que haya vivido.

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— Es que no tiene a nadie Gabriel, la tenemos que cuidar nosotros. — dijo mamá.

— No sabía que su mamá también se había muerto. — comenté yo.

Estábamos con mamá y papá, tomando mates, mientras conversábamos sobre el reciente fallecimiento de José.

— Nosotros tampoco. — dijo papá. — pero nos enteramos de que hace dos años tuvo un accidente.

— ¿Y sus parientes del lado materno?

— Su familia es una mierda Gabriel. — se indignó mi madre. — no la van a ayudar. Es la nieta de tu papá. — dijo, apretando la mano de papá, en el gesto más tierno que vi en mucho tiempo. — Yo le negué que se relacione con su hijo, por estupideces de la juventud. Pero ahora me siento arrepentida, saben. — se puso a llorar. Me dio mucha pena.

— Tranquila Mechita, eso ya está. — dijo papá, consolándola. — lo importante es que ahora cuidemos de la nena.

— ¿Pero por qué se tiene que quedar en mi casa? ¿No es mejor que se quede con ustedes? — inquirí.

— Vos tenés más espacio Gaby. Ya sé que hiciste esa pieza para cuando tengas una familia. Te prometemos que cuando podamos, le vamos a hacer un cuarto acá adelante a la nena, pero mientras, dejala que duerma ahí. — explicó papá. — la vamos a cuidar nosotros. Vos no tenés que hacer nada, sólo deja que duerma en la habitación de más que tenés en la casa del fondo.

— Bueno, por lo visto no me queda otra…

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Nunca terminé de independizarme de mis viejos. Cuando pude juntar un buen montón de plata, me di cuenta de que no me alcanzaba para comprar una casa, y como no me gustaba ponerme en deudas, para ahorrar, utilicé el mismo terreno donde viven mis viejos, y levanté una linda casilla, ahorrándome unos buenos mangos.

Pero era un poco incómodo, porque ellos vivían adelante, y teníamos un solo portón para entrar y salir, por lo que ellos conocían todos mis movimientos.

Mi sobrina llegó una tarde calurosa de marzo. “La nena” como le decía mamá, se llamaba Micaela y tenía dieciocho años.

Cuando mis padres me avisaron de que había llegado fui a recibirla junto a ellos.

— Hola Mica, bienvenida. — la saludé, mostrándome lo más simpático posible. A pesar de que, de alguna manera, venía a irrumpir en mi apacible vida, debía hacerla sentirse cómoda, puesto que acababa de perder a su padre, y no hace mucho había perdido a su madre.

— Gracias. — dijo ella. Estábamos en el living de la casa de mis viejos. Papá cargaba los bolsos que ella había traído.

— ¿Qué querés tomar nena? — preguntó mamá, desde la cocina.

La nena tenía la boca grande y los labios gruesos, pelo castaño ondulado, y ojos verdes grisáceos.

— Un vaso de agua nomás. — dijo.

— sentate querida, sentate. — dijo papá, y luego se dirigió a mí. — Gaby, andá llevando los bolsos a tu casa. Después te ayudo.

— No te preocupes viejo, yo puedo solo. — dije, y fui llevando los bolsos mientras mis viejos, le hacían un sutil interrogatorio a la pobre Micaela.

— Después Gaby te va a mostrar tu dormitorio. Vas a dormir en la casa del fondo, donde vive él, pero hacé de cuenta que esta es tu casa. — le dijo mamá, cuando me sumé a la reunión. — podés venir a ver la tele, o a hacerme compañía.

Micaela me escrutó con sus ojos, yo le sonreí, tratando de ocultar la incomodidad que todavía me causaba su intempestiva irrupción en mi vida.

— Cuando quieras vamos y te muestro.

— Dejala descansar que recién llegó, pobrecita. — dijo mamá.

—Pero si no la estoy apurando. — me defendí.

— Está bien, no estoy cansada, vamos ahora si querés.

Fuimos a mi casa, mientras mis viejos se quedaban cuchicheando.

— Acá está bueno para sentarte a leer o a hacer la tarea. — le dije, mostrándole el banco y la mesa de cemento que estaban bajo un árbol, en medio del terreno que compartía con mis viejos. — Me dijeron que vas a la escuela todavía ¿no?

— Si, tuve que repetir un año. — dijo, algo avergonzada. — pero tendría que anotarme en una escuela de acá, y no sé si será muy tarde ya.

— Mamá se estaba ocupando de eso, no te preocupes. Vení, pasá.

Entramos a mi casa. Era una construcción humilde, pero acogedora. El living y el comedor compartían el mismo espacio abierto, al igual que la cocina.

— Acá está tu cuarto. — abrí la puerta y entramos. — ahora te ayudo a ordenar todo.

— Gracias. — dijo Micaela. — Gracias por todo. — sus ojitos verdes se tornaron acuosos.

Pensé si era oportuno abrazarla, pero no estaba seguro de si sentiría cómoda con ese gesto.

— De nada, para eso es la familia. — le dije.


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