Todos los hombres del mundo

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1

Todos los hombres del mundo vinieron al entierro. Y no me refiero a los hombres del mundo de allá afuera, sino a los hombres del mundo de acá mismo, ese que empieza ahí en el cerro, donde ves clavada aquella cruz y termina allá, donde está amarrada la mula, junto al río.

Una carcacha con la pintura descarapelada hizo el honor de traer el ataúd de tablas mal clavadas y que fue pintado de última hora en color blanco, para estar a tono con el muerto.

Así llegamos al panteón, escoltando el cortejo por las calles empolvadas. Al fondo se escuchaba el rumor del viento meciendo las flores marchitas en las tumbas vecinas y las palas de los trabajadores mientras terminaban de cavar la morada del que siempre he considerado mi mejor amigo.

(Un día antes me había dicho que los gatos se comen el alma de los huérfanos, y no lo entendí).

Fue un entierro rápido, es cierto, en parte por la urgencia de que el cadáver no se nos descompusiera y en parte porque las brujas bajan temprano en octubre.

Tengo en la mente su rostro inconfundible con los ojos ambarinos, pero adornado por la sangre endurecida y amoratada que se le quedó en la herida después del golpe en la cabeza. También recuerdo su ajuar de entierro con el saquito de un negro que ya no era negro y las botas acartonadas que usaba desde un día no comprobado en que se las regaló el mismísimo Emiliano Zapata.

2

Nadie me creyó nunca, pero estoy seguro de haberla visto en la entrada del panteón. Ahí estaba, parada en la lejanía, imperturbable, inmóvil, cubriéndose del frío con su chalina elegante y el vestido negro que le cubría hasta los puños, mirándonos sin parpadear con su cabeza ligeramente caída sobre el hombro izquierdo.

Antes de bajar el ataúd, el padre pidió descubrirlo, entonces elevó una oración en su latín perfecto y después colocó las hostias ensangrentadas que un día antes las monjas habían creído bañadas por la sangre de Cristo.

Y ella seguía al fondo, inexpresiva. Tiré del brazo a la superiora para avisarle y recibí a cambio dos apretones de mano que daban la orden para estarme quieto.

Descuidé la vista fugazmente y quise recuperarla, al momento  ella ya no estaba, en su lugar había un gato negro lamiéndose la pata derecha, observándome fijamente con la misma ausencia de alma de aquella mujer.

Vi al gato dar un giro elegante y alejarse, agilizando el paso para evitar mojarse con la lluvia que principiaba y que hizo a los hombres apurarse para bajar a mí amigo y echarle la tierra encima.

La llovizna pronto se volvió un aguacero calamitoso que aún puedo escuchar, incluso al estar dormido.

 

 

*Este relato es complemento de Sigues aquí, texto publicado previamente en este gentil espacio: https://www.cortorelatos.com/relato/38099/sigues-aqui/

 


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