Pierre le chef

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Pierre le chef subió a la terraza, un piso arriba de su habitación, y contempló el paisaje desolado de su ciudad, tanto como lo estaba su alma. 

   Con tristeza exclamó:

  Mon Dieu. 

   La Torre Eiffel todavía se mantenía en pie, pero se venía abajo; un día abriría la persiana y solo sería un montón de hierros retorcidos y herrumbrados terminando de pudrirse en el piso como el esqueleto de un coloso prehistórico. 

   La mañana estaba soleada, el viento fresco que soplaba desde los alpes suizos se había llevado las nubes que cubrían el cielo de París desde hacía algunos días en dirección al canal de la mancha.

   Un hermoso día para ir de compras, dijo, aspirando profundamente el aire mañanero. 

   Pierre le chef salió del Hôtel de la Tour Eiffel, en el distrito de Gros-Caillou, donde se había instalado después del hecho inexplicable que había acabado con todo el mundo, tirando del carrito de compras. Sorteando escombros y ratas callejeras caminó por la Rue de l´Expisition hasta la Rue Saint-Dominique donde torció a la derecha hasta la Rue Jean Nicot, unos metros más adelante entró en el Supermercado G20. 

   Cargó en el carrito algo de carne congelada de la cámara fría y del depósito que había condicionado para la charcutería tomó queso, jamón, algunos salames, otros tantos frascos con conservas variadas y por último se encaminó a la parte trasera del supermercado para llenar el depósito de los generadores con combustible.  

   A la vuelta, por la vereda opuesta, hizo una pequeña parada en el Carrefour city donde buscó unas salsas e inspeccionó el generador; después entró en Le Malabar - París, de donde llevó una botella de coñac. 

   Durante todo el trayecto de ida y de vuelta, sus ojos contemplaron, como siempre sucedía, con sentida tristeza la ciudad en ruinas; los letreros de las tiendas perdiendo los colores y algunas letras; los carteles casi cayendo, oscilantes, medio locos; los pastizales angostando los paseos, obstruyendo las puertas, matando las flores; los gajos de los árboles entrando como ladrones por las ventanas desvencijadas; vehículos moribundos abandonados para siempre donde sus dueños los dejaron por última vez, antes de desaparecer sin dejar un adiós en aquellos días catastróficos. 

   Una hora después estaba de regreso. 

   A Pierre Le Chef le gustaba tomar unas copas de coñac después de la cena, casi siempre leyendo a Víctor Hugo, más que a otros autores. Pero esa noche no leía, solo contemplaba las estrellas a través de la ventana de su habitación mientras bebía sentado confortablemente en un sillón. De pronto, luces intermitentes empezaron a zigzaguear de aquí para allá sobre el oscuro cielo parisino. Pierre dejó caer la copa y se abalanzó sobre el alféizar de la ventana y siguió, incapaz de pensar cualquier cosa coherente, el vaivén luminoso. Poco después, el emisor de las luces pasó cerca del hotel, entonces Pierre, los ojos grandes como bolas de billar, vio que se trataba de un disco volador. 

   La nave descendió en Champs de Mars, detrás de La Bomboniere de Marie. 

   Esa noche Pierre Le Chef no pudo ni quiso dormir, subió a la terraza, se envolvió en un edredón y se quedó allí observando el bulto de disco plateado, pero se quedó con las ganas de ver algo más porque nadie salió del disco. Solo a eso de las diez de la mañana pudo ver los primeros movimientos, aunque por un breve momento. Una rampa se abrió por debajo del disco y una veintena de seres coloridos y bajitos descendieron y se deslizaron a toda prisa hacia los árboles, donde permanecieron hasta que el cielo, algunas horas después, empezó a nublarse. Entonces los vio deslizarse hacia el hotel. 

   Pierre pensó que debería bajar a darles la bienvenida. 

   "¡Por fin, ya no voy a comer solo!", se dijo, contento, y bajó corriendo. 

   Cuando llegó a la planta baja, los alienígenas ya estaban cómodamente sentados en los sofás de la recepción. Los visitantes galácticos parecían estar hechos de gelatina colorida, con su flacidez y su transparencia, pero con ojos de perrito pequinés y brazos regordetes aunque sin piernas, y lo mejor de todo: hablaban, y en francés. 

    Díganme, amiguitos, ¿de qué lugar del universo vienen?, les preguntó. 

   De Marte, dijo uno, de color azul. 

   Pero de la parte de adentro, por el calor, esclareció otro, de tono verdoso. 

    ¡De Marte!, exclamó Pierre, sorprendido, ¿quién diría que los marcianos existen de verdad? Enseguida, Pierre se vio rodeado por los marcianos gelatinosos que lo tocaban y comentaban: 

   Es de carne, es de carne, hummm. 

   A Pierre le causó gracia el simpático comentario y pensó que tal vez después de tan largo viaje las gelatinas marcianas ciertamente estarían hambrientas. Entonces les anunció que les prepararía algo típicamente francés para agasajarlos. 

   Pierre le Chef les preparará sabrosos croissants, esperen un poco que ya vengo, les dijo, y rápidamente se dirigió a la cocina donde prendió el horno antes de dirigirse a la despensa en busca de harina, azúcar y levadura, luego se puso a amasar. Una hora más tarde, después de correr como un loco, ya les iba a avisar a los galácticos visitantes que los croissants pronto estarían listos cuando, por la ventanita de la puerta, vio algo que lo dejó intrigado. Los marcianos habían formado una rueda, como hacen los jugadores antes de los partidos; cuchicheaban en secreto y de vez en cuando volteaban y miraban desconfiadamente hacia la cocina. Pierre le Chef entonces fue a ver cómo andaba el horneado y como no quería interrumpir el parlamento marciano se puso a barrer el piso que estaba blanco de harina. Cuando terminó de barrer sacó los croissants y mientras se enfriaban se dirigió a la recepción. 

   Al velo venir, los marcianos se dispersaron. 

   Pierre les dijo que solo faltaba la bebida para acompañar. 

   Amiguitos ya casi están listos. Ahora les pido que aguarden un poquito nada más que Pierre le Chef ya vuelve, voy a buscar un ingrediente que me faltó. Ya saben croissants sin café con leche no son Croissants, y dicho esto salió del hotel a toda prisa. A pocos metros de la puerta apuró el paso y al llegar a la esquina torció a la derecha, siguió por la Rue Dominique hasta La Pharmacie Parisienne, al rato, volvía con una bolsa de plástico. 

   Cuando los marcianos lo vieron llegar deshicieron la rueda que habían vuelto a formar y se hicieron los distraídos, y se lo quedaron mirando con asombro: Pierre bufaba como un toro suelto por las calles de Pamplona en plena fiesta de San Fermín. 

   Ya vuelvo amiguitos, dijo, jadeando dificultosamente. Ya en la cocina puso agua a hervir y cuando el café estuvo listo lo despejó en una olla grande sobre una mesita con ruedas, luego le agregó leche en polvo y azúcar. Primero llevó al comedor las bandejas con los croissants, después apareció con las tazas y cuando volvió a la cocina para buscar el café con leche sacó de la bolsa que había traído de la farmacia las doscientas tabletas de laxante que encontró y las despejó en el café con leche. Mientras revolvía para que el laxativo se disolviera bien, Pierre le Chef pensaba: 

 

   "Muchas gracias por la visita, marcianitos, pero antes Pierre le Chef vivo que comido". 


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