Una historia por terminar. Cap I (6 minutos)

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Todos los días nacen historias que debían no haber ocurrido. Historias que comienzan por un equívoco, por una calle cortada, por un olvido o una decisión que precipita unos acontecimientos inesperados … Esas historias están ahí, esperando su momento para colarse en nuestras vidas, y quien sabe, si también, para quedarse.

CAPITULO I. EL ENCUENTRO

La historia que os voy a contar me aguardaba en un frío día de invierno. Un día de esos en los que la cama te invita con especial interés a seguir disfrutando de su calidez, y “a pasar” de todo aquello que habitase fuera de sus fronteras. Pero soy un chico de firmes costumbres y poco apegado a las sábanas, así que me desperté, como siempre, al tercer maullido de mi alarma-minino. Seguidamente bostecé, estiré el cuerpo hasta hacerlo chasquear, y tras comprobar, reló en mano, que era la hora que debía ser, me levanté sin pensármelo dos veces. Disponía, por tanto, de noventa y cinco minutos para ducharme, desayunar, despedirme de mamá, despedirme de la tía Águeda, revisar el agua del periquito y llegar al trabajo. Un día más de mi anodina vida.

Setenta y tres minutos después crucé el umbral de mi casa para dirigirme, como todas las mañanas, a la administración de lotería que regento desde mi veintiún cumpleaños. Un negocio que sabía que algún día heredaría, aunque nunca supuse que sería a tan tierna edad, y además sin verlo venir.

Por aquel entonces a papá le faltaban quince años para la jubilación y gozaba de una salud de hierro. Nada, por tanto, que me hiciese presagiar que tuviese que abandonar la placidez de mis rutinas hogareñas para entregarme a la vorágine del mundo laboral. Un mundo de mayores para el que no estaba preparado. Pero así es la vida: no pregunta solo sucede. Y sucedió que por algún extraño motivo papá decidió irse el mismo día de mi cumple, un 23 de diciembre, un día después de que repartiéramos el gordo de navidad.  Media cuartilla en la que rezaba un escueto “No sé cuánto tardaré” y una carita sonriente por firma, fue lo único que nos dejó como prueba de su marcha. Al menos esperó a que soplara las velas. He de deciros que papá nunca se pudo resistir a una buena tarta de nata aderezada con briznas de chocolate. Desde entonces, paradojas de la vida, me dedico a repartir unos cachitos de esperanza que curiosamente me empeño en negarme a mí. 

El trayecto al trabajo siempre lo cubro a pie, da igual el tiempo que haga, son mis veinte minutos, sólo para mí y mi música. En ningún momento disfruto tanto de "Charles Trenet" como en esos 1200 segundos, que a veces se alargan a 1320 o 1440 segundos, en función de si cojo en verde o en rojo, alguno de los dos semáforos con los que me cruzo a diario.  Primero el de la calle Sorolla, un paso ancho de tres carriles y 80 segundos de espera; y seguidamente el de Velázquez, un solo carril y 40 segundos hasta el cambio de color.

Como os decía soy de poco cambio. Misma música, mismos pasos, mismo trabajo, mismos saludos, misma tía y misma madre. Nada que me hiciera pensar que una decisión tomada en un instante pudiera desencadenar unos acontecimientos que me llevarían por un camino que simplemente no existía en mi imaginación. Y allí estaba yo, un día más, con los auriculares puestos, a la altura del número dos de la calle Claude Monet, andando bajo el paraguas de papá, a 12 segundos exactos de conocer a “Ella” y dar un giro a mi destino.

Estaba sentada sobre el capó de un coche, fumando, justo en frente de mi trabajo. Miraba el reló cada poco, como si esperase a alguien. El frío hacía que tuviera los antebrazos muy pegados al cuerpo y la nariz tan roja como sus labios, que destacaban especialmente sobre su pálida piel. No la hubiese prestado la misma atención si el coche que utilizaba a modo de asiento no fuera un Mini Cooper negro tan brillante como el plumaje de un cuervo, y su abrigo tan blanco como la poca piel que dejaba al descubierto. Al verla sentada sin paraguas caí en la cuenta de que había dejado de llover. El cielo había decidido darnos una tregua y estaba despejado, mostrando un sol reluciente que parecía proyectarse con especial ahínco sobre tan nívea figura. Era, sin duda una fotografía muy extraña, y más teniendo en cuenta el barrio donde nos encontrábamos, donde ese tipo de coches eran tan improbables como ese tipo de chicas.

- ¡Mil trescientos veinticinco! - exclamó Ella. Me miraba mientras me disponía a cruzar la calle.

- ¿Qué? - respondí como si no la hubiera entendido o no supiera que se dirigía a mí. Seguía apoyada sobre el capó, observándome sorprendida mientras señalaba su reló.

-  Mil trescientos veinticinco – repitió, con un mohín de cierto enfado-. Si no dejas de escuchar a Charles Trenet no va a haber forma de hablar contigo. Te has retrasado ciento veinte segundos. Hoy los semáforos estaban en verde, y aun así has empleado dos minutos que no te correspondían. Eso no está bien chico. Yo no soy de esas que esperan. Tendrás que invitarme a un té para empezar con buen pie nuestra relación – añadió, señalando un local que estaba justo a dos números de mi trabajo, y al que curiosamente nunca había entrado-. Y por favor, al entrar cierra el paraguas, dicen que trae mala suerte.

Podía haberla dicho que “no”, pero tras meditar unos instantes en los que no llegué a ninguna conclusión razonable, decidí acompañarla. Serían quince minutos, y después de 8760 días de una puntualidad enfermiza, sin duda era una licencia que podía tomar, y más siendo el negocio de mamá. Aquella chica merecía mi tiempo. Había abierto un interrogante que merecía ser cerrado. Y si se dedicaba a hacer encuestas o vender vaporetas a lo mejor la compraba algo, ¿por qué no?, con tal de compartir mesa con Ella.

- Vale – fue lo único que me atreví a decir. Aunque creo que no me escuchó, tanto por el volumen que empleé como por la distancia que nos separaba. A veces soy algo lento, y cuando decidí responder, Ella ya no estaba. Hacía tres segundos que había entrado en el café con paso firme, dejando una estela de perfume que invitaba a seguirla. ¡Menuda chica!, pensé, mientras cerraba el paraguas. Soy poco de infusiones, pero un tazón de leche caliente con dos galletas de mojar me vendría muy bien. Necesitaba templar mi espíritu, que estaba un poco agitado para ser un día más en mi anodina vida.

El local era largo y estrecho. Disponía de una barra que arrancaba junto a la entrada y llegaba hasta los aseos, que como siempre se situaban al final a la derecha. Frente a la barra, una gran vidriera en la que se podía leer “Café de Flore”, ocupaba toda la fachada del local, que disponía de cinco mesitas redondas. Todas ellas en fila y al pie del cristal. En el ambiente sonaba una suave melodía que en seguida reconocí, “ La mer Bergère d'azur, infinie ....”.  Mientras degustaba aquellos acordes tuve la sensación de ser el figurante  de una película, un elemento más del atrezo  en el que nadie se fija. Y como tal, nadie se volvió a mirarme. Cada uno seguía a lo suyo, interpretando su papel. En la mesita uno, un señor mayor con un diario deportivo. En la mesita dos, tres mujeres riéndose discretamente por el comentario de una de ellas. En la mesita tres, un chico con su portátil encendido, escribiendo con la mirada fija en la pantalla. En la mesita cuatro, una pareja abstraída cada una con su respectivo iPhone. Y en la mesita cinco, una señorita de entre veinticinco y treinta años que parecía salida de una portada del Vogue. Sin el abrigo, todavía ganaba más. Parecía una diosa. Empezaba a pensar que algo fallaba en mi cabeza.  No solo por lo extraño de la situación, sino porque el sol que se filtraba por la ventana iluminaba de un modo muy distinto su mesa. Y así, sin poder ni querer remediarlo, me senté junto a Ella.

Antes de haber pedido nada, el señor de la barra nos dejó sobre la mesa un humeante té y un tazón de leche calentita con dos galletas. Galletas que estaba seguro, eran perfectas para mojar. Mientras la chica Vogue diluía lentamente un azucarillo en su taza, yo no podía aportar la mirada de sus ojos, de su pelo pajizo, de la perfección de los círculos que trazaba con la cucharilla al agitar el té… El cosmos se reducía a nuestra mesita. Un cosmos que se me antojaba en perfecta armonía. La música, la cálida luz que nos acompañaba, Ella, un puzle perfecto, en el que por ahora sólo faltaba una pieza por encajar. Y esa pieza era yo.

Continuará...

Jam Louvier 2020


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